La decadencia del arte sagrado

|

No existe una escuela en la que se enseñe el arte cristiano en el sentido en que aquí hemos definido  arte cristiano». Puede muy bien haber, por el contrario, escuelas donde se enseñe el arte de iglesia o el arte sacro, el cual, dado su objeto propio, tiene también sus condiciones propias (y que tiene también, por desgracia, una terrible necesidad de que se lo levante de la decadencia en que ha caído).
De esta decadencia no hablamos aquí, habría demasiado que decir. Citemos solamente estas líneas de Marie-Charles Dulac: «Hay algo que yo desearía y por lo cual ruego: que todo lo que es bello sea traído de vuelta a Dios y sirva para alabarlo. Todo lo que vemos en las creaturas y en la creación, todo debe serle devuelto, y lo que me aflige es ver a su esposa, nuestra Madre la Santa Iglesia, ornarla de horrores. Es tan feo todo lo que la manifiesta exteriormente, a ella que por dentro es tan bella, todos los esfuerzos se encaminan a hacerla grotesca; su cuerpo ha sido, desde el comienzo, entregado desnudo a las fieras; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla, mas luego la vanidad y por último la industria se mezclaron en esto y así disfrazada se la entrega al ridículo. Que es otro género de fiera, menos noble que un león, y más malo…» (Carta del 25 de junio 1897).
«…Se satisfacen con una obra muerta… Se hallan en un nivel inferior, en cuanto a comprensión del arte. No hablo ahora del gusto público; y eso, lo observo ya deSde la época de Miguel Ángel, de Rubens, en los Países Bajos, donde me es imposible encontrar alguna vida del alma en esos cuerpos rollizos. Comprendéis que no hablo tanto del volumen como de la privación completa de vida interior, y eso a continuación de una época en la que el corazón se había dilatado tan a gusto, se había hecho oír con tanta franqueza; se volvieron, tras todo eso, a los manjares groseros del paganismo para llegar hasta la indecencia de Luis XIV.
«Pero bien sabéis que lo que hace al artista, no es el artista; son los que oran. Y los que oran no tienen otra cosa que lo que piden; hoy no se les ocurre siquiera buscar algo más. Tengo esperanzas de que apunten algunas luces; pues si consideramos a los griegos modernos que imitan las rígidas imágenes de los tiempos -pasados; los protestantes, que no hacen nada, y los latinos, que hacen cualquier cosa, encuentro que en verdad el Señor no es servido por la manifestación de lo Bello, que no es alabado por las Bellas Artes en proporción a las gracias que El les ha otorgado, que incluso ha habido pecado al rechazar lo que era santo y estaba a nuestra disposición, tomando en cambio lo que estaba manchado». (Carta del 13 de mayo de 1898), Véase sobre el mismo tema el ensayo del abate Marraud, «Imagerie religieuse et Art populaire», y el estudio de Alexandre Cirigria, «La Décadence de l’Art Sacré» (nueva edición corregida y aumentada, París, ed. Art. Catholique).
A propósito de este libro, que considera »como el análisis más completo y más penetrante» que haya aparecido «sobre este afligente asunto», Paul Claudel escribía, en una carta importante a Alexandre Cingria:
«Ellas [las causas de esta decadencia] pueden resumirse todas en una sola: es el divorcio -cuya dolorosa consumación vio el siglo pasado- entre las proposiciones de la Fe y esas facultades de imaginación y de sensibilidad que son eminentemente las del artista. Por una parte una determinada escuela religiosa (principalmente en Francia, donde las herejías del quietismo y del jansenismo han venido a exagerar su carácter de una manera siniestra) ha reservado en el acto de adhesión religioso un papel demasiado violentamente exclusivo al espíritu despojado de la carne, siendo así que lo que ha sido bautizado y lo que debe resucitar el último día es el hombre entero en la unidad integral e indisoluble de su doble naturaleza. 
Por otra parte, el arte posterior al concilio de Trento y conocido generalmente bajo el nombre absurdo de arte barroco -por el cual experimento, como sabéis, la más viva admiración, lo mismo que vos-, parece haber tomado por objeto, no ya como el arte gótico el representar los hechos concretos y las verdades históricas de la Fe a los ojos de la muchedumbre a la manera de una gran Biblia desplegada, sino el mostrar con estrépito, con fasto, con elocuencia, y a menudo con el patetismo más emocionante, ese espacio vacante como un medallón cuyo acceso está prohibido a nuestros sentidos aparatosamente rechazados. Y tenemos así esos santos que por su rostro y actitud nos indican lo inefable y lo invisible, y todo el pulular desordenado del ornamento, y los ángeles que en un torbellino de alas sostienen un cuadro indistinto y disimulado por el culto, y las estatuas que están como agitadas por un gran soplo que viene de otra parte. Pero ante esta otra parte la imaginación se inhibe intimidada, desalentada, y consagra todos sus recursos a la decoración del marco cuyo objeto esencial es honrar su contenido por medio de procedimientos casi oficiales y muy pronto degenerados en recetas y en formulismos triviales.»
Después de haber notado que en el siglo XIX la «crisis de una imaginación mal alimentada» ha consumado el divorcio entre los sentidos “apartados de ese mundo sobrenatural que nada se hacía por hacérselo accesible y deseable», y las virtudes teologales, Claudel prosigue: “Por ahí llega a hallarse secretamente lesionado, junto con la capacidad de tomar en serio su objeto, el resorte esencial del creador que es la imaginación, o sea el deseo de procurar inmediatamente a sí mismo y al prójimo… por sus recursos propios, con la ayuda de elementos compuestos juntos, una cierta imagen de un mundo a la vez delicioso, significativo y razonable.
«En cuanto a la Iglesia, al perder la envoltura del Arte, ha quedado en el siglo pasado como un hombre al que se ha despojado de sus vestidos, vale decir, que ese cuerpo sagrado hecho de hombres a la vez creyentes y pecadores se ha mostrado por vez primera materialmente a los ojos de todos en su desnudez y en una especie exposición y de traducción permanente de sus debilidades y de sus llagas. Para quien se atreve a mirarlas, las iglesias modernas tienen el interés y el patetismo de una confesión bien cargada. Su fealdad, es Ja exhibición al exterior de todos nuestros pecados y de todos nuestros defectos: debilidad, indigencia, timidez de la fe y del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural, predominio de las convenciones y de las fórmulas, exageración de las prácticas individuales y desordenadas, lujo mundano, avaricia, jactancia, malos modos, fariseísmo, hinchazón. 
Pero, sin embargo el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorosa, paciente y a la espera; esa alma que adivinamos en todas esas pobres viejas tocadas de sombreros extravagantes y lamentables, a cuyas oraciones me hallo mezclado desde hace treinta años en las misas rezadas de todas las capillas del mundo… Si, aun en esas iglesias hoscas como Notre-Dame- des-Champs, como Saint-Jean­ l’Evangelíste de París, como las basílicas de Lourdes, más trágicas para quien bien las considere que las ruinas de 1a Catedral de Reims, Dios está ahí, podemos confiarnos a Él, y El puede confiarse a nosotros para que le proporcionemos siempre por nuestros pequeños medíos personales, a falta de un digno agradecimiento, al menos una humillación tan grande como la de Belén» (Revue des Jeunes, 25 de agosto de 1919).
Tomado de:
Maritain, Jacques. Arte y escolástica. Ed. Club de Lectores, Bs. As., 1972, Ps. 201-204.
Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *