| 20 agosto, 2011
Continuamos con con la publicación de textos de Sertillanges.
Siendo un culto, el deber de estado nos pone en contacto con el ser a quien de ese modo adoramos con nuestra actividad y a quien servimos, por así decirlo, por medio de un poder: el poder de nuestras obras. El Sacerdote palpa a Dios con sus manos, y podemos decir que, sacramentalmente, lo crea. Pues bien, el fiel se «hace uno» con el Sacerdote, es decir, se une a Dios, al Sacerdote y a la comunidad cristiana. Y en consecuencia, el que trabaja allá lejos —sea hombre o mujer— en casa o en el campo, en la fábrica o en el despacho, está siempre unido a ellos y a Dios desde el momento que supo orientar y dirigir su trabajo hasta convertirlo en un rito.
No irán al cielo únicamente aquellos que pasaron su vida tendiendo escaleras para subir por ellas. El Sacerdocio es grande; pero todo viviente puede participar de él con tal que lo quiera; precisamente no fué a los clérigos a quienes fueron dirigidas estas magníficas palabras: «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.»
Nuestro Dios se vale del espíritu de nuestra vida para atraernos hacia El; a través del modo y ocupaciones de nuestra vida El viene a nosotros con el fin de realizar con nosotros todo aquello que hemos de realizar, en conformidad con su providencia. Su cielo se halla tan cerca del Altar como de la pala, del yunque o de la rueda de un molino. Lo que aproxima es el amor. De la misma manera que el horizonte está equidistante de cualquier punto de la tierra, cada instante de trabajo o de oración puede estar en la misma relación que todo lo demás respecto de lo eterno.
Lo que primeramente es necesario para que se establezca y se haga más íntimo nuestro contacto con Dios en el trabajo es que sintamos la presencia de Dios. Presencia significa aquí pensamiento; si no pienso en Dios, lo alejo, y aunque El siempre esté conmigo, yo no estaré con El. Es preciso además que nuestra voluntad se adhiera a la suya, y esto de dos modos: negativamente, no admitiendo nada que sea malo; positivamente, aceptando nuestro destino, nuestro obrar presente y nuestro porvenir que señalará nuestra fidelidad y nuestra confianza.
El trabajo exige de nosotros un acto de fe, un acto de sumisión filial, un acto de adoración, un acto de amor, Tarea pequeña —puesto que siempre lo es— pero sublimada por un gran corazón; tarea insignificante, pero ejecutada con el sentimiento de que, para nosotros, nada en el mundo la iguala. Tal es el deber de estado, ya e por él se cumple el deseo que Cristo nos convida a expresar con El: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo Bien examinadas las cosas, solamente una situación me conviene: la mía. Y después de ponderar todas las circunstancias a la luz de la eternidad, comprendo que, en este momento, solamente una acción coopera a mi salvación y a la gloria de Dios en su universo: la que yo realizo. Si así no fuera, ni sería posible realizarla. Pero desde el momento en que se la hace con recta intención o como necesaria, es buena. Su valor viene a ser en cierto modo, infinito, puesto que en ese instante en que se hace representa al «querer» infinito. Todo aquello que intentase usurpar el lugar de este querer infinito, sería un enemigo, constituiría una interposición entre Dios y yo; y no tengo por qué lamentarme de que sea un enemigo, aunque éste sea lo que sea: una hazaña moral, una conquista del apostolado, un heroísmo, o un martirio, teniendo con ello siempre la seguridad de haber hecho o de hacer aún así lo que era preciso.
¡Oh, qué bueno es sentirse de esta manera en la mano de Dios, unido a su corazón y colaborando en su obra inmensa y oculta! Es más, la pequeñez de la tarea engendra una dulzura especial! ¡Ved, Dios mío, cómo levanto una paja por amor vuestro! Sé muy bien, que algún día la veré brillar transfigurada en el Templo invisible. Efectivamente; también vuestro universo está hecho de briznas, vuestro océano de gotas y todos los Niágara de hilillos de agua. La grandeza está hecha con orden. El verdadero precio del universo es su caminar a la perfección. Yo también, Señor, por vuestra gracia camino a la perfección, y en consecuencia, también yo, si os amo, si os obedezco, voy según ese orden.
¡Gloria al trabajo por el cual Dios está con nosotros y nosotros con Dios! ¡Gloria a los pequeños sucesos, que nosotros provocamos o a los que nos adaptamos, si es que están orientados a su verdadero fin, si es que nos lanzan a la corriente de la Providencia para que en ella nademos sin desviarnos, sin prisas, sin presunción, sin violencia, sin impaciencia, y sin temor, como si fuéramos un ola más!
Nuestra vida tiene un fin; pero también cada uno de sus actos tiene el suyo: unirnos a Aquel que está ya presente en el tiempo con toda la magnificencia y alegría de su eternidad, unirnos a Aquel que ya es nuestro.