| 31 mayo, 2012
La repugnancia moderna a un modo racional de conocimiento religioso -es la segunda clase de dificultad a la cual debemos responder- es la desviación de un sentido justo. Es verdad que el conocimiento religioso es más que racional y que un uso inmoderado de la razón, lo corrompe.
Según toda la Sagrada Escritura, el conocimiento «compromete» a todo el hombre. Es «connaturalización» con lo que se conoce (lo que expresa el célebre calambur de Claudel: «connaître» es «co-naître»). Por consiguiente, más que intelectual. Pero intelectual también, y en muchos aspectos ante todo intelectual, debiendo satisfacer las exigencias del espíritu. Ahora bien, la modalidad de nuestro espíritu es racional. Está bien aborrecer todas las formas de racionalismo sin alma que hace estragos en el campo del conocimiento religioso desde las complicaciones formales de la base escolástica, hasta el simplismo de un catecismo demasiado rígido o de un integrismo estúpido y tan agresivo como estúpido. La razón siempre comete un abuso cuando determina sin tener en cuenta el sentido actual de las realidades respecto de las cuales abstrae y discurre, pero cuando lo hace respecto de las realidades que son espíritu, amor y vida, y que lo son infinitamente, comete una especie de sacrilegio. Esta no discreción es la señal de una época ingrata. Sin embargo, «los extremos se tocan», y es quedarse en una adolescencia simétrica (sic), el poner mala cara al modo inevitablemente racional que para nosotros reviste todo conocimiento: no se puede exceptuar el de la fe.
La madurez de espíritu respecto de lo sobrenatural es entrar plenamente en el juego de Santo Tomás cuando aborda la actitud de la fe. Él constata que el objeto de esta virtud es también la «Verdad Primera», absoluta, infinita -es el artículo primero de su Tratado: II-II, q. 1, a . 1-, y las verdades particulares que detallan las afirmaciones del Credo y las fórmulas dogmáticas -es el artículo segundo-, y tiene cuidado de señalar explícitamente las conexiones de estas dos consideraciones.
Dicho de otro modo, en sí misma la Verdad está por encima de toda concepción y es inefable, pero nosotros no la alcanzamos sino según las orientaciones precisas que marcan las verdades en las cuales ella se traduce para nuestra razón, con la garantía de infalibilidad de la Escritura y de la Iglesia. De inmediato se impone un trabajo del espíritu, propiamente indefinido, un trabajo de la razón que debe llevarse con rigor, y que en conjunto tiene que permanecer animado continuamente, por el sentido misterioso y vivo de lo infinito, que la razón no podría abarcar.
Este trabajo toma múltiples formas. Es una búsqueda que determina auténticamente lo que Dios ha dicho de sí mismo -es la teología llamada «positiva»-; y una penetración de este dato revelado, gracias a las analogías que existen entre las realidades naturales y las sobrenaturales y que nos permiten hacernos alguna idea de estas según lo que conocemos de aquellas (es aprovechar la «analogía del ser»); y un relacionar unos con otros todos estos datos sobrenaturales, gracias a las analogías que los vinculan (…); y una toma de conciencia de las leyes que ellos dictan a nuestra conducta para que la Verdad no se quede en estado de especulación en nuestros espíritus, sino que pase efectivamente a nuestras vidas, las rectifique y las transforme (debemos entonces construir todo un arte cristiano de vivir, lo que se llama una moral o una espiritualidad).
Las realidades sobrenaturales no nos son accesibles, a nosotros, animales racionales, más que en conceptos determinados e incluso en fórmulas. Pero recíprocamente, estas fórmulas y estos conceptos no son sino letra muerta y aun letra que mata (2 Co 3, 6), si no están vivificados por el sentido íntimo y sin medida del Misterio divino.
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«Integrismo». Esta palabra apareció en la época del «modernismo», a comienzos de siglo. Mediante el abuso de la moderna crítica científica, los «modernistas» exiliaban lo sobrenatural. Ya hemos recordado cómo los grandes exegetas, filósofos y teólogos Dominicos hicieron justicia a las exigencias científicas sin atentar contra la integridad de la fe, sino todo lo contrario.
Pero los espíritus simplistas, endurecidos, que se llamaban a sí mismos «integristas», reaccionaron con un rechazo de toda crítica válida, acusando de herejía a todo el pensamiento cristiano vivo, confundiendo la tradición con las formas que el pensamiento cristiano ha tomado en el pasado por influencia de concepciones erróneas (por ejemplo la interpretación del primer capítulo del Génesis como si se tratara de 6 días de 24 horas…). En su Carta Pastoral de 1947 Augeo declinación de la Iglesia, el cardenal Suhard ha caracterizado así el profundo vicio del integrismo: «No hay que confundir la integridad de la doctrina con el mantenimiento de su ropaje pasajero»
Fuente: Pie RÉGAMEY, OP. UNA ORDEN ANTIGUA EN EL MUNDO ACTUAL: LOS DOMINICOS, ps. 29-30; 152.
Fuente: Pie RÉGAMEY, OP. UNA ORDEN ANTIGUA EN EL MUNDO ACTUAL: LOS DOMINICOS, ps. 29-30; 152.