El soportable peso de Ángel López-Amo

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Ángel López-Amo y Marín [Alicante 1917 – Washington 1956], fue Catedrático de Historia del Derecho en Valencia y Santiago de Compostela, y de Derecho Político en el Estudio General de Navarra (en la actualidad Universidad de Navarra), miembro de Opus Dei y preceptor del príncipe de España. El peso del texto que ofrecemos a continuación, contrasta con la levedad de las reflexiones de Monseñor Mariano Fazio.

Decíamos al hablar de la libertad que es necesaria una limitación interior para que pueda el hombre gozar de la libertad exterior que apetece.
El sentido de su propia limitación es tan esencial al hombre, que cuando éste, lo pierde o lo combate se desnaturaliza. Cuando, por el contrario, lo siente y lo cultiva, el hombre se engrandece porque está en el plano de su genuina autenticidad. El hombre siente ante todo su limitación personal en la vida religiosa. La fe religiosa desarrolla su esperanza desde la limitación presente hasta la plenitud eterna, y da a su entendimiento limitado la plena verdad de la revelación.
El hombre siente su limitación personal en la misma vida privada y satisface su afán de perfección y de perpetuidad en la familia. El hombre es miembro y continuador de una familia, de la que recibe lo mejor de su personalidad, y es miembro y fundador de otra familia, a la que da también lo mejor de su personalidad, porque está tan ligado a su posterioridad como a su ascendencia. Por la formación que le da y la proyección que le presta, la familia perfecciona, en el espacio y en el tiempo, la limitación de su ser.
El hombre siente, por último, su limitación en la vida social y en ella encuentra de nuevo su plenitud temporal al integrarse en una comunidad de vida y de trabajo que produce y le proporciona valores materiales y valores de cultura y que le íntegra en una comunidad superior donde desarrolla todo su destino humano temporal y lo proyecta al futuro.
Así como en la vida religiosa el hombre se sabe criatura dependiente de Dios, en la vida familiar y social se sabe parte integrante de un todo. Los grupos sociales existen para el hombre, mas no para un individuo, sino para todos, y por eso cada uno está vinculado a los demás en las comunidades de que forma parte. El sentido del deber es en ellas, para el individuo, anterior al sentido del derecho. No está la familia para la utilidad de los padres, ni el dominio para la satisfacción del dueño, ni la industria para el enriquecimiento del empresario, ni la nación para las ambiciones de los gobernantes; pero tampoco están para el egoísmo de los hijos, de los trabajadores o de los ciudadanos. Como todas las comunidades están articuladas unas en otras, cada una de ellas encuentra en la superior el complemento de su propia imperfección, y por encima de todas, el Estado mantiene para ellas y para los individuos de todas ellas el orden de la justicia y de la máxima perfección social.
La revolución filosófica y política arrancó del hombre el sentido de su limitación esencial, desligó su entendimiento de la revelación y liberó al individuo de los grupos sociales. De la misma raíz surgieron en lo filosófico el racionalismo, en lo político el liberalismo y en lo social el socialismo. La primacía absoluta del entendimiento (que no deja de ser limitado por eso) conduce en la ciencia a la ilusión, de la que naturalmente no quedó exenta la ciencia política. La primacía absoluta del individuo condujo a la disolución del orden social, y con ella al hundimiento del individuo en la masa, y a la tiranía.
Una concepción individualista teme por los derechos del individuo solamente frente a los grupos sociales inferiores, no frente al Estado, porque ve en éste el supremo orden jurídico individual. Convierte al individuo en centro de todo, en la medida universal de valor, y le desliga de aquello que más próximamente le ata, para dejarle solo, sin trabas que limiten su libre desenvolvimiento individual, en una sola y amplísima comunidad política, el Estado, de la que son los individuos los fundadores y el soporte en todo momento.
Al convertirse el individuo en el centro de todo, se subvierte el orden natural de los deberes y de los derechos. El derecho a la felicidad personal es la base de la familia y destruye a la familia, que exige siempre el sacrificio personal. El individualismo en la familia suprime los hijos, disuelve el matrimonio o rompe por lo menos la comunidad familiar. El derecho a la riqueza y al placer es la base de la vida social y destruye la comunidad del trabajo, donde ya no habrá convivencia plena en la producción, sino coincidencia accidental de intereses, cuya balanza se inclinará del lado del más fuerte. El individualismo en la empresa económica rompe una comunidad de vida: en la producción buscan empresarios y trabajadores, cada uno por su lado, una utilidad material para vivir fuera de ella. El derecho al poder es la base de la vida política y destruye al Estado haciéndolo objeto de la lucha social, y de la dominación de clase. El individualismo en política conduce a la democracia, a la anarquía, al socialismo o a la dictadura. Pues el socialismo responde al deseo (legítimo después de todo) de extender a los desposeídos el derecho a la felicidad, al placer y al mando que el liberalismo limitaba a los poseedores.
Una sociedad religiosa, una sociedad orgánica, crea una cultura. Una sociedad intelectual, una sociedad individualista, crea tan sólo una técnica. La palabra civilización significaba en el siglo XVII tanto como secularización: reducir a la esfera de la vida civil lo que pertenecía hasta entonces a la vida espiritual o a la eclesiástica…
La civilización individualista tiene un marcado sello burgués. El portador originario del liberalismo es el hombre ilustrado de la ciudad, formado por ideas del humanismo. Representa el dinero frente a la propiedad fundiaria, la libertad frente a la vinculación, la religión de este mundo frente a la del más allá, el Estado utilitario frente a la ordenación divina.
La concepción orgánica de la sociedad está dominada por rasgos inconfundiblemente aristocráticos: la idea de servicio, de vinculación a la comunidad, la fidelidad, el honor…
Tomado de: El poder político y la libertad, Madrid, Rialp, 2ª edición, 1957, pp. 327-331.

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