| 23 agosto, 2012
El rinoceronte, la pieza de Ionesco, constituye, por su parte, la más profunda y aguda sátira del conformismo ambiental en nuestra época y de los mecanismos psicológicos de adaptación incondicional a cualquier género de situación o de cambio de mentalidad.
Sátira también del proceso de masificación y de trivialización que se opera en las almas por efecto de la tecnocracia y de las grandes concentraciones urbanas.
Imagen, en fin, de ese estado de ánimo colectivo que se revela capaz de aceptarlo todo rápidamente, con resignation préatable, por una voluntaria perdida del sentido de los límites y de la consistencia de las cosas.
En el primer cuadro, Juan, hombre «de su tiempo», con sus puntos de vista «eficaces» y filisteos, dialoga con Berenger, espíritu sencillo de abatida sinceridad. Sus frases sonoras y la vacuidad de sus actitudes siempre circunstanciales está como reclamando la exteriorización de un interno proceso de rinoceritis, es decir, de insensibilización humana. Es entonces cuando irrumpe impetuoso el primer rinoceronte por las calles de la población. Y desde ese mismo momento entra en juego para aquel ambiente humano un mecanismo psicológico encaminado a la elusión subconsciente del hecho, a la conformidad embozada con el mismo, movido siempre por actitudes previas de pereza mental, de cobardía interior y de abandonismo profundamente arraigadas. Así, a los pocos momentos de la extraordinaria sorpresa, ya nadie habla de lo inconcebible de la aparición, sino del número de cuernos o de las razas de rinocerontes.
En seguida comienza la absurda transformación de los hombres en rinocerontes, esos paquidermos extraños e insensibles, que parecen nativos del planeta más alejado de éste en que habita la raza humana.
El mecanismo mental por el cual los hombres «se sitúan» ante la rinoceritis, y la actitud que los rinoceriza seguidamente, es siempre la misma: aceptación del hecho como algo irremediable, como una evolución necesaria (es «el viento de la Historia»); ensayo de universalización del fenómeno buscándole antecedentes y similares en otros países o en otra época; puesta en discusión de los principios teóricos o morales en virtud de los cuales el fenómeno resulta inaceptable (en este caso, la superioridad de la humanidad sobre la animalidad, los límites de la cordura y de la demencia, etc.); en fin, exaltación de los aspectos en que pueda sobresalir el hecho o realidad do que se trate (en este caso, de la fuerza, salud y poderío del rinoceronte).
Ante el hecho consumado, la epidemia de rinoceritis se extiende incontenible; el mecanismo mental se pone en movimiento para el hombre masificado, previamente dispuesto para cualquier género de adaptación dirigida: «Siempre hubo cosas así», “Salgamos al encuentro de lo que nace y seamos sus pioneros» “En otros sitios están peor”, «Tiene esto cierta grandeza”…
Parece indudable que el autor rumano ha conocido algunos de los diversos «hechos rinocéricos» que han sufrido las diversas naciones, con la consiguiente degradación de la personalidad de sus miembros: la irrupción en tantos países de un ejército de ocupación extranjero, con la creación de absurdos gobiernos «Quisling»; la aparición en este otro de un barbudo demencial que impone su ley; la entrega de aquel otro a bandas rivales de negros antropófagos; la erección más allá de la arbitrariedad como modo permanente de gobierno… En el horizonte final, la universal rinoceritis letárgica que, en nombre de la Democracia y la Humanidad, anula la personalidad de los humanos frente al «viento de la Historia».
Lo más profundo de El rinoceronte quizá sea la elección del tipo humano que resiste a la adaptación rinocérica y se salva —él solo— entre los demás hombres.
No se trata de ningún puritano u hombre de claros y declarados principios; antes, al contrario, son los hombres de esta clase los que se muestran más dóciles y vulnerables a la epidemia, los que con mayor facilidad encuentran argumentos de transición para adaptarse. Berenger, el protagonista, es un hombre humilde, sencillo y un tanto bohemio. Un hombre respetuoso ante los sabios y eficaces que le rodean, que no afirma nada con énfasis ni contraría la opinión de los demás. Berenger sabe, sin embargo, que la humanidad es superior a la animalidad, que entre la cordura y la locura hay un límite, y que convertirse en rinoceronte es absurdo. Y sabe todo esto «intuitivamente», aunque no sepa definir la intuición más que como un saber «por las buenas».
Pienso que en nuestra sociedad masificada y estatista donde la rinoceritis alcanza hoy a los más altos niveles, esta pieza de Ionesco debe producir la misma impresión que si a los tripulantes de una vieja y carcomida embarcación se les mostrara al vivo cómo empieza a hacer agua y a hundirse una vieja y carcomida embarcación.
Tomado de:
Gambra, R. El silencio de Dios. Ed. Huemul, Buenos Aires, 1981, pp. 18-21.