
Algo parecido ha ocurrido con la condena del Comunismo, que, naturalmente, no podía figurar todavía en el antiguo Código. El Sínodo de 1960, no sólo tenía un recuerdo de sentimiento (págs. 477 y 499) para los que sufren en la Iglesia del silencio, y, por otro lado, volvía a afirmar la licitud de la propiedad privada (art. 217 § 1), sino que declaraba como enemigos de la Iglesia al Comunismo, Marxismo y Materialismo; no sólo condenaba los partidos políticas contrarios a la Iglesia (artículo 246, cfr. 216) y prohibía (art. 672) la pertenencia a los sindicatos marxistas, sino que negaba expresamente la intervención de personas comunistas y similares en las ceremonias nupciales (art. 509) y como padrinos de Bautismo (art. 379 § 3).Esto era congruente con el Decreto del Santo Oficio de 28-11-1949, bajo Pío XII, y con el más severo todavía del nuevo Papa Juan XXIII, el 25-111-1959. Pero esta hostilidad había de cesar desde los primeros momentos del Concilio. En agosto de 1962, ya con la autorización pontificia, se celebró en Metz un encuentro con el Metropolita de Moscovia, Nicodemo, en el que se convino que el Concilio no iba a proferir condena alguna del Comunismo, y así sucedió, en efecto: «Comunismo» y «Marxismo» son palabras que no aparecen ni una sola vez en los textos conciliares. Sólo Dios podrá juzgar sobre el acierto o no de esta«Ostpolitik» influida ya entonces por el futuro Papa Pablo VI, quien, quizá con su mayor clarividencia, veía —y no seré yo quien lo niegue— cierta lejana esperanza de restauración cristiana del mundo precisamente ex Oriente, es decir, con un objetivo de mucho mayor alcance que el que pudiera pensarse a primera vista.
P.S.: Para completar el panorama, es útil citar ahora el testimonio reciente de José Morales, sacerdote del Opus Dei y profesor de Teología en la Universidad de Navarra, en su Breve historia del Concilio Vaticano II, publicada en 2012: