El artículo de Fernando Ocáriz (II)

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Segunda y última glosa al artículo de Fernando Ocáriz.
La interpretación de las enseñanzas
[1] La unidad de la Iglesia y la unidad en la fe son inseparables, y esto comporta también la unidad del Magisterio de la Iglesia en todo tiempo en cuanto intérprete auténtico de la Revelación divina transmitida por la Sagrada Escritura y por la Tradición. Ello significa, entre otras cosas, que una característica esencial del Magisterio es su continuidad y homogeneidad en el tiempo. La continuidad no significa ausencia de desarrollo; la Iglesia, a lo largo de los siglos, progresa en el conocimiento, en la profundización y en la consiguiente enseñanza magisterial de la fe y moral católica.
Dicho así, en general, no es algo controvertido. En cuanto al progreso magisterial cabe preguntarse si se trata de un progreso necesario y lineal.
[2] En el Concilio Vaticano II hubo varias novedades de orden doctrinal: sobre la sacramentalidad del episcopado, sobre la colegialidad episcopal, sobre la libertad religiosa, etc. Si bien ante las novedades en materias relativas a la fe o a la moral no propuestas con acto definitivo es debido el religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia, algunas de ellas fueron y siguen siendo objeto de controversias sobre su continuidad con el Magisterio precedente, o bien sobre su compatibilidad con la Tradición.
El argumento parece circular o revela voluntarismo: ¿cómo es posible que la inteligencia iluminada por la fe asienta pacíficamente a unas proposiciones no infalibles que juzga incompatibles con la Tradición?
[3] Frente a las dificultades que pueden encontrarse para entender la continuidad de algunas enseñanzas conciliares con la Tradición, la actitud católica, teniendo en cuenta la unidad del Magisterio, es la de buscar una interpretación unitaria en la que los textos del Concilio Vaticano II y los documentos magisteriales precedentes se iluminen recíprocamente. No sólo hay que interpretar el Vaticano II a la luz de documentos magisteriales precedentes, sino que también algunos de éstos se comprenden mejor a la luz del Vaticano II.
Ciertamente la actitud católica es buscar de manera honesta y rigurosa una interpretación unitaria, que procure la armonía y no el conflicto dialéctico. Pero a esta altura de los acontecimientos, sería bueno que se dijera si estamos ante una expresión de deseos o frente al resultado concreto de las conversaciones doctrinales con la FSSPX. ¿Se ha logrado, por ejemplo, iluminar el magisterio antiliberal de los siglos XVIII y XIX con la luz del Vaticano II?
[4] Ello no representa ninguna novedad en la historia de la Iglesia. Recuérdese, por ejemplo, que nociones importantes en la formulación de la fe trinitaria y cristológica (hypóstasis, ousía) empleadas en el Concilio I de Nicea se precisaron mucho en su significado por los Concilios posteriores.
Este párrafo implica el reconocimiento del fracaso de la finalidad pastoral del Vaticano II tal como la expresó Juan XXIII. Si el último concilio fue la respuesta a la necesidad de que toda la doctrina cristiana fuera expuesta de manera actualizada para una más plena instrucción de los fieles, lo que hoy puede apreciarse es el resultado contrario: la degradación de lo que antaño fue una pacífica posesión de la doctrina católica.
[5] La interpretación de las novedades enseñadas por el Vaticano II debe por ello rechazar, como dijo Benedicto XVI, la hermenéutica de la discontinuidad respecto a la Tradición, mientras que debe afirmar la hermenéutica de la reforma, de la renovación en la continuidad (Discurso, 22-XII-2005). Se trata de novedades en el sentido de que explicitan aspectos nuevos, hasta ese momento no formulados aún por el Magisterio, pero que no contradicen a nivel doctrinal los documentos magisteriales precedentes, si bien en algunos casos –por ejemplo, sobre la libertad religiosa– comporten también consecuencias muy distintas a nivel de las decisiones históricas sobre las aplicaciones jurídico-políticas, vistos los cambios en las condiciones históricas y sociales.
Nos tememos que la expresión “hermenéutica de la continuidad” terminará por convertirse en una fórmula mágica. Hacer hermenéutica es interpretar, tarea para la que existen ciertas reglas, una de las cuales es establecer y respetar el texto auténtico. Pero lo que todo intérprete sincero del Vaticano II puede llegar a preguntarse, ante determinados pasajes, es si basta con interpretarlos o es necesario reformarlos; y si es honesto llamar interpretación a lo que en realidad es una reforma o reescritura que se busca disimular.   
[6] Una interpretación auténtica de los textos conciliares puede realizarse sólo por el propio Magisterio de la Iglesia. Por ello en la labor teológica de interpretación de las partes que, en los textos conciliares, susciten interrogantes y parezcan presentar dificultades, es preciso sobre todo tener en cuenta el sentido según el cual las intervenciones magisteriales sucesivas hayan entendido tales partes.
El principio es correcto. De hecho, es cierto que algunos tradicionalistas no han actualizado sus críticas y que no faltan quienes hacen del para-concilio de los peritos el equivalente de una interpretación magisterial auténtica, lo que complica aún más el debate sobre el concilio mismo. Claro que respecto de este para-concilio de los peritos, sería bueno escuchar un sincero mea culpa episcopal y de la curia romana, porque han sido co-responsables de esta falsificación, que además continúa vigente y operativa (basta dar un paseo virtual por religiondigital o uno real por tantas iglesias particulares). Un pedido de perdón que tendría menor complejidad histórica y teológica que las versiones juanpablistas, aunque sería muy irritante para la progresía eclesial.
[7] En cualquier caso, siguen siendo espacios legítimos de libertad teológica para explicar de uno u otro modo la no contradicción con la Tradición de algunas formulaciones presentes en los textos conciliares y, por ello, para explicar el significado mismo de algunas expresiones contenidas en esas partes.
Aquí se percibe la reaparición de la infalibilización implícita de todo el Vaticano II. Si la libertad del teólogo es legítima sólo para explicar la no contradicción con la Tradición, es una libertad unidireccional: se trata de buscar argumentos para probar una conclusión preestablecida, que es la siguiente: el Concilio está inmune de error. Y porque está inmunizado contra el error no puede ser contradictorio con la Tradición en ninguna de sus partes.
[8] Al respecto, no parece finalmente superfluo tener presente que ha pasado casi medio siglo desde la conclusión del Concilio Vaticano II, y que en estas décadas se han sucedido cuatro Romanos Pontífices en la cátedra de Pedro. Examinando el Magisterio de estos Papas y la correspondiente adhesión del Episcopado a él, una eventual situación de dificultad debería transformarse en serena y gozosa adhesión al Magisterio, intérprete auténtico de la doctrina de la fe.  Esto debería ser posible y deseable aunque permanecieran aspectos racionalmente no comprendidos del todo, dejando abiertos en cualquier caso los legítimos espacios de libertad teológica para una labor de profundización siempre oportuna.
De un teólogo profesional se esperarían argumentos de mayor calado. Tal vez los haya dado en las conversaciones doctrinales cuyo contenido permanece secreto. Después de casi medio siglo, los teólogos podrían aportar una respuesta concreta y consistente a las objeciones más importantes ya formuladas a los textos conciliares, aunque no fuera exhaustiva. En lo que toca al Magisterio, podría resolver definitivamente las controversias mediante el carisma de la infalibilidad.
Como ha escrito Benedicto XVI recientemente, “los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado” (Motu propio Porta fidei, n. 4).
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