Correo de Pedro Hispano

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Pedro Hispano, un amigo de nuestra bitácora, nos ha enviado un correo que reproducimos a continuación.
La intervención de Don José Antonio Sayés Prieto en post titulado: ¿Objeción de conciencia? Me parece que merece una ampliación ya que no es que lo que dice no sea fundamentalmente cierto pero, a pesar de eso, hay un fallo fundamental en la exposición de tan benemérito teólogo: no va a la raíz de los problemas.
Que se invite a dimitir a políticos corruptos es una ingenuidad. Otra cosa es que se trate simplemente de incompetentes, que, además de incompetentes, sean del número, desgraciadamente escaso, de católicos que se confiesan. ¿Pero es esa la solución a los males de España? Algunas correcciones muy atendibles le ha hecho en su comentario Juanito Neocón pero yo creo indispensable añadir que el fondo de los problemas de la aún en parte católica España no está en los malos políticos sino en los malos eclesiásticos. Es a ellos, por muy encumbrados que estén, a los que habría que exigir la dimisión porque son ellos el fondo del problema y lo que paraliza cualquier intento de solución.
Ellos y la crisis que ellos llevan consigo y que ni siquiera con frecuencia quieren reconocer ni mucho menos afrontar sino que se limitan a tratar de ocultar con castillos de fuegos artificiales como el que preparan próximamente para Barcelona siguiendo las directrices del impresentable Fisichella.
 Me resulta embarazoso corregir aquí a alguien como Don José Antonio Sayés  pero creo que si los eclesiásticos no se atreven a llamar las cosas por su nombre y se limitan a dirigir los tiros, por otra parte más que justificados, a los malos políticos pueden dar una impresión de corporativismo a ultranza que sólo puede traerle descrédito a la Iglesia.
Y por aquello de donde se confirma lo dicho con algunos ejemplos remito a quien le interese al documentado artículo que el 03.09.09 nos ofrecía Germinans sobre la corrupción de los Kennedy -¡y de cuantos más Dios mío!- por obra de teólogos progresistas. Es claro que ese ejemplo concreto no se puede aplicar sólo a USA sino que es perfectamente trasladable a cualquiera de los países otrora católicos. Es la crisis de la Iglesia la que corrompe a la sociedad y si de verdad se quiere el remedio hay que comenzar por casa.
APENDICE:
23:25:51, por Germinans,
Cómo teólogos modernistas desviaron la carrera de un político católico.
El pasado 25 de agosto, murió Edward Moore Kennedy, más conocido por su diminutivo Ted, a sólo dos semanas del fallecimiento de su hermana Eunice Kennedy Shriver. De esta manera, ha vuelto a saltar a la actualidad el clan más famoso de los Estados Unidos, al cual siempre se lo ha considerado lo más cercano a una familia real que tiene ese país. Lástima que, como sucede con gran parte de las antiguas dinastías europeas, la irlando-americana de los Kennedy haya perdido la consciencia de sus obligaciones históricas y morales, cuyo cumplimiento fue en otro tiempo su timbre de gloria y la razón de su encumbramiento. ¿Cómo es posible que los que llegaron a ser hijos predilectos de la Iglesia se hayan convertido en promotores de causas contrarias a las enseñanzas del magisterio católico? El propio senador Kennedy, que fuera en la primera época de su vida un firme defensor de la vida desde el instante mismo de la concepción terminó sus días apoyando la opción que en los Estados Unidos se llama “pro-choice”, es decir la que defiende la completa libertad de la mujer para controlar su fertilidad y decidir la continuación o la interrupción de su embarazo (lo cual implica el aborto libre). Desgraciadamente, la tercera generación Kennedy sigue sus pasos: el gobernador de California Arnold Schwarzenegger, marido de Maria Owings Shriver (hija de Eunice Kennedy Shriver), es también un abanderado de la opción “pro-choice”, y Caroline Kennedy Schlossberg, hija del asesinado presidente Kennedy, ambiciona el puesto de senadora por Nueva York, dejado vacante por Hillary Clinton, defendiendo, entre otras cosas, el aborto y los “matrimonios” homosexuales.
Ted Kennedy escribió poco antes de morir una carta a Benedicto XVI, que Barack Obama entregó personalmente al Papa durante su visita del 10 de julio pasado. En ella, el senador afirmaba: “Siempre traté de ser un católico fiel, Su Santidad, y aunque mis debilidades me hicieron fallar, nunca dejé de creer y respetar las enseñanzas fundamentales de mi fe”. Todos los Kennedy se confiesan igualmente católicos, pero no parecen tener escrúpulos de conciencia por su defensa de ciertos principios contrarios al magisterio de la Iglesia. Se les ve en misa, en compañía de prelados y clérigos, presiden obras de caridad y beneficencia católicas… ¿cómo se compadecen conductas tan contradictorias? Quizás la respuesta esté en una reciente declaración de la ya citada Maria Shriver, que dijo considerarse una “Cafeteria Catholic” (“católica a la carta”). Es ésta una expresión que define a aquellos fieles que seleccionan las enseñanzas de la Iglesia en las que quieren creer y rechazan otras, normalmente las relativas a la Moral (que suelen ser las más incómodas porque exigen una coherencia de fe y vida, una traducción de las creencias en las conductas, cosa no siempre fácil, sobre todo cuando se es un personaje público, sujeto a la atención de la opinión pública y a los discutibles imperativos de los políticamente correcto).
El “catolicismo a la carta” no es sino el resultado del llamado “progresismo”, que hizo fortuna en el catolicismo norteamericano desde mediados de los años Sesenta del siglo pasado, época de grandes cambios en lo religioso, político y cultural y de importantes convulsiones sociales, propicia a los activismos de toda clase. Lo explica muy bien Patrick W. Carey en su libro Catholics in America: a history. La aplicación del Concilio Vaticano II y sus reformas comenzó a transformar la conciencia de la comunidad católica, pero su impacto se vio amplificado por los movimientos reivindicativos de aquellos años: las protestas radicales contra la guerra del Vietnam, los disturbios raciales, la rebeldía estudiantil, las campañas para la emancipación sexual y la liberación de la mujer, etc. Sacerdotes, religiosos, monjas y seglares se vieron involucrados en ellos. Se dio un verdadero giro a la izquierda en las élites católicas. ¿Cómo se llegó a esto?
Cuando en 1960 John Fitzgerald Kennedy llegó al poder, convirtiéndose en el 35º presidente de la Unión, se rompió un prejuicio reinante en la sociedad norteamericana: “en una América democrática una religión autoritaria como la católica es cosa extraña”. Fue realmente un gran impacto el que un católico romano pudiera gobernar un país de mayoría protestante, impacto incluso mayor que el que ha tenido la elección de Barack Obama, un afroamericano, como presidente de un país en el que hasta hace cuarenta años se practicaba el segregacionismo. Kennedy era, sin embargo, el resultado del gran desarrollo experimentado por la Iglesia Católica desde el último tercio del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, gracias, sobre todo, a dos factores fundamentales: la importante inmigración católica y una sabia organización, que la convirtieron en la minoría religiosa más influyente y eficaz de la sociedad norteamericana. Buena parte del mérito corresponde al cardenal Gibbons, arzobispo de Baltimore, que supo aprovechar inteligentemente a favor de la Iglesia el principio de libertad religiosa consagrado en la Constitución norteamericana. Roma vio con gran complacencia el crecimiento de la Iglesia en los Estados Unidos, que pudo comprobar personalmente el entonces cardenal Pacelli (futuro papa Pío XII) en viaje privado a todo lo largo y ancho del país en 1936, durante el cual, por cierto, trabó conocimiento y amistad con Joseph P. Kennedy, el patriarca del clan Kennedy.
Durante el pontificado pacelliano la jerarquía católica estadounidense fue un ejemplo de fidelidad a Roma y de gobierno ejemplar: en este capítulo quedan nombres como el del cardenal Edward Mooney, arzobispo de Detroit (gran benefactor de las clases trabajadoras); el del cardenal Samuel Stritch, arzobispo de Chicago (para quien Pío XII tenía importantes planes, truncados por una prematura e inesperada muerte); el del cardenal Francis Spellman, arzobispo de Nueva York (gran amigo del papa Pacelli) y su obispo auxiliar Fulton J. Sheen (excelente comunicador de masas); el del cardenal James Francis McIntyre, arzobispo de Los Angeles (decisivo impulsor de las escuelas católicas); en fin, el del arzobispo (más tarde cardenal) Richard Cushing de Boston (amigo de la familia Kennedy, a varios de cuyos miembros bautizó). Pero esto era el panorama externo del catolicismo estadounidense. En esos mismos años, ya antes del Concilio Vaticano II, se incubaba el germen del cambio.
El jesuita John Courtney Murray (1904-1967), profesor de Filosofía de la Universidad de Yale, lanzó durante el curso 1951-1952, en colaboración con Robert Morrison MacIver, de la Universidad de Columbia, un proyecto para garantizar la libertad académica y la enseñanza religiosa en las universidades públicas. El principio era en sí positivo y pretendía contribuir a una mejor preparación de las élites católicas para la acción (típico objetivo jesuita), pero la libertad académica se tradujo en la realidad en un progresivo distanciamiento del magisterio oficial de la Iglesia. El mismo Murray tuvo problemas con el Santo Oficio, siendo interpelado por el cardenal Ottaviani por sostener que una nueva verdad moral había emergido fuera de la Iglesia y que todo ciudadano, por su dignidad como persona, tenía derecho a asumir el control moral sobre sus propias creencias. El jesuita renunció en 1954 a seguir escribiendo sobre libertad religiosa, pero ya había creado escuela. Su principio de libertad académica sería más tarde invocado por teólogos como Charles Curran, Robert Drinan y Hans Küng para justificar su oposición a la doctrina católica oficial, a la cual oponían su “fiel disenso”. Ahora se puede comprender cómo pudo ser posible el giro a la izquierda de las élites católicas en los años Sesenta al que nos referíamos líneas atrás.
La postura del P. Murray –según la cual se ha de distinguir entre los aspectos morales de una cuestión y la viabilidad de promulgar legislación acerca de tal cuestión– fue decisiva durante el coloquio que tuvo lugar en Hyannisport (Massachusetts), en el cuartel general de verano de los Kennedy, en el verano de 1964. En él participaron los ya mencionados Charles Curran y Robert Drinan, como también los jesuitas Joseph Fuchs, John Giles Milhaven, Richard A. McCormick y Albert R. Jonsen. El momento era importante porque Robert Kennedy, que no gozaba de la confianza de Lyndon B. Johnson, iba a dejar en septiembre la Fiscalía General de los Estados Unidos para presentarse como candidato a senador por Nueva York en las elecciones de noviembre, con la perspectiva de presentarse a las presidenciales de 1968. Por su parte, Ted, que había cobrado mayor importancia en la familia tras el asesinato de su hermano el Presidente, era senador por Massachusetts desde noviembre de 1962 y se preparaba a mayores responsabilidades. Ahora bien, ambos Kennedy, si querían que sus carreras políticas prosperasen, debían contar con el apoyo del electorado demócrata y del electorado católico liberal, ambos favorecedores de las reivindicaciones más en contraste con el magisterio oficial de la Iglesia, especialmente la del aborto. Los teólogos reunidos en Hyannisport dieron a los Kennedy y a sus asesores y aliados la justificación para poder aceptar, dado el caso, la promoción de una política abortista con tranquilidad de conciencia.
Robert Kennedy se ocupó preferentemente de los derechos civiles y los derechos humanos (de los que ya se había ocupado como Fiscal General) siendo asesinado en plena campaña para las elecciones presidenciales en junio de 1968. No se sabe qué actitud iba a adoptar frente al aborto. Su hermano Edward, convertido en jefe de la familia (su anciano padre Joseph se hallaba impedido por una parálisis), veía así ante él desplegado el camino hacia la presidencia, pero en julio del año siguiente ocurrió el accidente de Chappaquidick con resultado de muerte para su secretaria Mary Jo Kopechne, cuyas extrañas circunstancias suscitaron una controversia que acabó con las posibilidades de elección del senador, al menos por el momento. El hecho es que todavía en 1971, Ted Kennedy se manifestaba contrario al aborto, como queda documentado por una carta de respuesta al activista de la Liga Católica de New York Tom Dennelly, en la cual se leen frases como las siguientes:
“Creo que la vida humana, incluso en sus etapas más tempranas, tiene ciertos derechos que deben ser reconocidos: el derecho a nacer, el derecho a amar, el derecho a envejecer”. 
“Una vez la vida ha empezado, sin importar en qué estadio de desarrollo se encuentre, creo que no se puede decidir que termine por un mero deseo”. 
“Cuando la Historia vuelva los ojos hacia esta época, debería reconocer a esta generación como la que se preocupó por los seres humanos lo suficiente como para acabar con la práctica de la guerra, para ofrecer una vida decente a cada familia y para cumplir con sus responsabilidades frente a sus hijos desde el momento mismo de la concepción”.
Sin embargo, en los Ochenta el senador Kennedy emprendió una activa campaña contra la política de Ronald Reagan, haciéndose abanderado del feminismo y de los derechos de los homosexuales. ¿Y el aborto? El P. Milhaven, que había participado en el coloquio de Hyannisport de 1964, informó que veinte años después, en 1984, hubo otra reunión de teólogos en la misma localidad. Se trataba de una sesión informativa para el grupo Catholics for Free Choice (Católicos para la libre elección), en la que participaron varios miembros del clan Kennedy (entre ellos Ted y su cuñado Sargent Shriver, esposo de Eunice), a cuyas preguntas sobre varios puntos controvertidos respondieron los teólogos. Éstos, en palabras del P. Milhaven, “aunque disintieron en muchos puntos, coincidieron en uno básico y fue éste: que un político católico podía en buena conciencia votar a favor del aborto” (citado por Ann Hendershott en la edición del The Wall Street Journal del 2 de enero de 2009). Desde entonces fue cuando Edward Kennedy se mostró abiertamente favorable a la política pro-choice, de la cual no se distanció el resto de su vida, ni siquiera en la carta a Benedicto XVI a la que hemos hecho referencia.
Sin pretender disminuir la innegable responsabilidad personal de este político en la promoción del aborto hay que decir que, en última instancia, la culpa es del “catolicismo a la carta” propiciado por los que tenían la grave responsabilidad de educar a las élites católicas norteamericanas. Y es que cuando los guías son ciegos, ¿a dónde van los guiados? Es una pena que una familia católica como la de los Kennedy, que pudo haber influido decisivamente en la sociedad estadounidense a favor de los valores predicados por la Iglesia, perdiera tan tristemente el rumbo. Y es tanta más lástima si se considera que tuvieron el excelente ejemplo de su devota matriarca: Rose Fitzgerald Kennedy, que llegó a sacrificar su afecto maternal antes de aprobar la unión ilícita desde el punto de vista católico de su hija Kathleen y que nunca desmintió su profunda religiosidad. Ted Kennedy, además, tuvo el privilegio de recibir la primera comunión de un santo: Pío XII (fue durante un viaje con su familia a Roma, siendo su padre embajador de los Estados Unidos en el Reino Unido). Quiera Dios en su Misericordia que la intercesión de Eugenio Pacelli y la de Rose Fitzgerald Kennedy, en unión de las plegarias que pidió a Benedicto XVI hayan logrado que el senador Edwrad Moore Kennedy, contrito de sus pasados errores, tuviera una buena muerte
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