| 12 febrero, 2013
El blog Messa in latino, publicó un comentario firmado por Enrico, que parece equilibrado puesto que manifiesta gran aprecio por este Pontífice pero al mismo tiempo da razón de la perplejidad que le produce la decisión de renunciar. La traducción corresponde a un amigo de nuestra bitácora a quien, com siempre, le agradecemos el trabajo.
Queridos lectores:
Necesitaba un evento extraordinario, como la renuncia de Benedicto al pontificado, para hacerme volver a escribir en nuestro blog después de una larga ausencia. Porque he amado, y amo, a nuestro papa Benedicto, es la veneración por él lo que me ha implicado en una batalla que ha sido también la suya. Escribo ‘veneración’, sí, porque estoy convencido de que ascenderá al honor de los altares, y ciertamente no solo por la vía de la tan opinable tendencia moderna a santificar a todos los papas “no importa cual”. Pienso incluso que un día llegará a convertirse en doctor de la Iglesia.
Prácticamente admiro todo en su trato y en su personalidad: la cortesía, la timidez, la equidad, la honestidad, el sentido del deber, las capacidades como intelectual, pero sobre todo la inteligencia, la lucidez, la independencia de juicio y el buen sentido: buenos antídotos en una época eclesial de eslóganes vacíos y de ideología.
Vivo esta noticia con profundo pesar y preocupación. Comprendo que el peso del gobierno de la Iglesia sea insoportable para las espaldas humanas, especialmente en la fragilidad senil; pero un Papa, precisamente, ¿no debería ser sobre-humano? No porque esté provisto de un ‘físico bestial’, sino porque está divinamente asistido incluso en la extrema debilidad del cuerpo y, acaso, de la mente. El Papa Ratzinger lo sabe (he aquí sus mismas palabras: “bene conscius sum hoc munus secundum suam essentiam spiritualem non solum agendo et loquendo exsequi debere, sed non minus patiendo et orando”), pero considera que esta ‘esencia espiritual’ de testimonio orante (y paciente) debe estar acompañado de cierto vigor “in mundo nostri temporis rapidis mutationibus subiecto et quaestionibus magni ponderis pro vita fidei perturbato”.
Esta afirmación me inquieta. En nuestro tiempo de rápidos cambios y perturbado por graves problemas para la vida -¿la supervivencia?- de la fe, es el oficio mismo del Papa el que, precisamente, cambia. Hasta ayer, más símbolo que gobernante; más testimonio, hasta la última agonía, que eficiente administrador; más monarca que primer ministro; más padre que tutor. Ahora, sin embargo, un papa que, además de tener una “misa de inauguración” (en lugar de la mucho más significativa coronación) tendrá también una ceremonia de despedida con ocasión de su dimisión, como si fuese un administrador delegado que se jubila o, peor todavía, un arzobispo de Canterbury caducado. Se trata también de un mayor achatamiento (después de la renuncia a la tiara) del oficio petrino respecto al de los otros obispos: no por casualidad en la alocución de ayer el Papa ha usado la expresión ingravescente aetate, que constituye el incipit del motu proprio de Pablo VI que impone la jubilación a los obispos.
Pensamos también en como este precedente podrá justificar presiones sobre los futuros pontífices, apenas estos sean percibidos como ancianos o poco ‘performantes’ o nada telegénicos.
Si algo nos han enseñado estos últimos decenios es que la Iglesia vive de los símbolos y en los símbolos. Cambios comprensibles en abstracto y en apariencia inesenciales, como abandonar el latín, abolir el ayuno del viernes, dar la vuelta a los altares, han tenido un efecto sociológicamente y antropológicamente devastadores para los fieles: la fe, ya ontológicamente acechada por la duda (pues no es un conocimiento directo, sino solo la sustancia de las cosas esperadas, y el argumento de las que no han llegado), vive de la seguridad transmitida y constantemente reconquistada. Si la vida de la Iglesia es un jardín en perenne mutación, ¿cómo alimentar la fe vacilante? Y ¿qué decir si el oficio mismo de Pedro, consolidado en dos mil años que han visto solo esporádicas y normalmente traumáticas abdicaciones o deposiciones, se transforma de un status existencial a un simple ‘cargo’ con derecho a jubilación?
De aquí mi preocupación: la sacralidad de la Piedra sobre la que la Iglesia está fundada me resulta afectada cuando un dulce Cristo en la tierra, un Vicario de Cristo, un infalible árbrito de la fe y de la moral, puede volver a una normalidad cotidiana. Esta preocupación aumenta todavía más al pensar que estos riesgos no se escapan a la consideración del Papa Benedicto; si se ha decidido igualmente al ‘gran rifiuto’, graves preocupaciones que nosotros ignoramos deben haberlo movido; o cuando menos, una situación interna en los Sagrados Palacios de completa delicuescencia, hasta el punto de obligarlo a tirar la toalla.
Pues sí, porque el gesto del Papa tiene, lamentablemente, la apariencia inevitable de una admisión de impotencia y de fracaso, aunque solo sea por el hecho de acontecer tras un periodo de extraordinaria dificultad en la conducción de la barca de Pedro y tras un conjunto de descalabros que han encontrado en el caso Vatileaks el último ejemplo.
Este regusto amargo de ineficiencia ¿no aumentará el riesgo de reforzar el natural efecto “péndulo”, por el que los cardenales en cónclave serán llevados a escoger alguno que pueda adoptar una línea muy difirente del predecesor? El efecto péndulo ha sido determinante en la elección de Ratzinger, cuando un implacable reconocimiento del estado lamentable de
¿Y ahora qué? Una generación mejor de sacerdotes está llegando, y los corifeos de la ‘primavera conciliar’ estan camino de la jubilación, si no del redde rationem. Pero esta abdicación del Papa llega demasiado pronto: si hubiese resistido unos pocos años o en algunos casos solo unos pocos meses, no tendríamos un cónclave en el que se sentarán en su lugar y votarán obispos como Daneels y Mahoney (este último, recién inhabilitado por parte de su sucesor en Los Angeles por mala gestión), Lehmann y Kasper, Monterisi y Tettamanzi. Mientras un Moraglia (patriarca de Venecia), un Nichols (arzobispo de Londres) o un Chaput (arzobispo de Filadelfia) se quedan fuera.
Es tiempo, por tanto, de que el Espíritu Santo se prepare a hacer Su labor con vistas al cónclave. Y para nosotros, de rezar. Mitiga la amargura la gratitud a Benedicto XVI, el respeto a su dificultosa elección y, muy en el fondo, el íntimo sentimiento de que su ponderada decisión pueda haber sito el menor de los males posibles.