Algo más sobre la prudencia

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Jean Madiran.

El dominio de la virtud de la prudencia.
Este territorio escamoteado, mal conocido, olvidado, que incluso no se nombra más, es el de la prudencia, de la virtud cardinal de la prudencia.
Casi todo el mundo, aun los más eruditos y sabios, omiten el rol cardinal de la prudencia, o no se habla de ella sino como si se tratase de tomar un paraguas cuando el cielo se cubre, o bajar el tono de voz delante de los agentes de la fuerza pública, o tratar de huir precipitadamente cuando se oye gritar «socorro» en un barrio incierto después de la caída de la noche.
El primero de estos tres ejemplos representa la forma más anodina de la virtud de la prudencia; el segundo peligra de ser ya una extrapolación; el tercero es una vergonzosa perversión. Pero es sobre todo bajo estas tres formas que se conoce ordinariamente la «prudencia» hoy en día.
El catecismo dice otra cosa. Después de las tres «virtudes teologales» de fe, de esperanza y de caridad, enumera «las virtudes morales» de las cuales cuatro son cardinales: la justicia, la fortaleza, la templanza y la prudencia. Es cierto que los catecismos para chicos, al menos los que tenemos a la mano, enumeran estas virtudes sin más; y sin siquiera definirlas; reservando su insistencia a la descripción de los vicios que se les oponen. Hay sin duda en esto una razón pedagógica. Tomemos un catecismo para adultos: inspirándose en una fórmula de San Agustín enseña que la prudencia es la virtud que «hace que para todas las cosas juzguemos correctamente lo que es necesario buscar de lo que es necesario evitar». No es ni la doctrina obligatoria por sí sola, ni ninguna opción libre de orden «técnico» las que puedan bastarnos para dirigir de este modo nuestra conducta.
Haciendo uso de una comparación automovilística, Marcel Clement enseña graciosamente, aunque no sin exactitud, que si la justicia es la virtud «ordenanza» (ordenanza de tráfico), la fortaleza es la virtud motor y la templanza la virtud «frenoi».
Pero la prudencia, que no es la templanza, y que no es tampoco un freno, como lo creen los ignorantes cuando usan sonoramente la palabra, la prudencia es la virtud «volante» (en términos automovilísticos).
Si se quiere una definición más elaborada de la prudencia y menos imaginativa, diremos con Santo Tomás que el rol propio de esta virtud intelectual y moral es el de «hacer derivar las conclusiones particulares, es decir las acciones prácticas, de las reglas morales universales». Santo Tomás precisa: «La prudencia no designa su fin propio a las virtudes, no razona reglas de moralidad que ella supone conocidas y queridas, sino discierne y dicta solamente las acciones que le convienen».
La prudencia no elige pues el fin a conseguir: este fin es teóricamente propuesto por la doctrina y prácticamente buscado por las virtudes. No inventa tampoco los medios prácticos: su elaboración es del orden que hoy llamamos «técnico».
La prudencia —el juicio prudencial— es lo que decide en cada caso concreto que para trabajar en dirección al fin propuesto por la doctrina, es necesario elegir éste y no aquél camino entre los medios honestos puestos a disposición por la técnica. (Es también ella la que decide en cada caso concreto lo que conviene hacer para que la doctrina sea mejor conocida). Es también ella la que decide para cada circunstancia que esta regla moral de la doctrina, y no aquella otra, conviene aplicar: «La prudencia aplica los principios universales a las conclusiones particulares en materia de acción» (Suma Teológica, II-II).
La prudencia no es un juicio aislado, sino una virtud, es decir una actitud permanente. En resumen, se puede decir: «La prudencia es la disposición permanente para aplicar de modo experimentado los principios de la moral a las circunstancias particulares» (M. Clement: Catéchisme de sciences sociales, fascicule I, Nouvelles Editions Latines, 1959, p. 27).
Lo que no es ni doctrinal ni técnico.
Podemos ahora darnos cuenta por qué la distinción corriente entre «doctrina» y «opciones» no basta para esclarecer y apaciguar las divisiones entre católicos.
Es bien evidente que todos los católicos deben o deberían estar de acuerdo en la doctrina obligatoria: y pasa sin duda, que se diverge sobre la doctrina, imperfectamente o desigualmente conocida. Es también evidente que sería inmoral y absurdo dividirse mortalmente por imperdonables querellas sobre la elección técnica de la mejor manera de construir submarinos o de favorecer el estacionamiento en París: aunque llega a suceder que una pasión excesiva y el amor propio dan a estos desacuerdos técnicos una importancia exagerada. Pero, lo más frecuente, es que no sea sobre este punto que nazcan terribles oposiciones.
El principal campo de enfrentamientos de las tendencias contrarias no es ni doctrinal ni técnico: se sitúa en el punto donde es necesario decidir el modo de llevar a la práctica, en circunstancias dadas, las decisiones técnicas conformes a las reglas doctrinales; es de orden prudencial y se sitúa en este tercer plano del cual no se habla y ante el cual se cierran los ojos. Ahí donde existen, como ocurre hoy en día, graves deficiencias doctrinales, es raro que se manifiesten en cuanto tales: aparecen sobre todo por sus consecuencias a nivel de la virtud de la prudencia.
No disponiendo más que de una distinción en dos términos, doctrina y técnica (o doctrina y opciones libres), uno es llevado a considerar el conjunto del campo prudencial:
1. sea como derivando pura y simplemente de la doctrina, lo cual es abusivo y termina por originar un autoritarismo, un rigorismo caricaturesco;
2. sea como perteneciendo a las opciones de orden técnico, lo cual es una blandura generadora de escepticismo y de anarquía.
Se pone entre paréntesis, se suprime el campo de acción, la zona propia de la virtud que es «en términos absolutos, la principal de las virtudes morales.» (Suma Teológica II-II).
Tomado de:
Madiran, J. Doctrina, prudencia y opciones libres. En rev. Verbo, Buenos Aires, n. 70, mayo de 1967, ps. 6 y ss.
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