Os doy vuestro sacerdocio como un don

Por P. Francisco Torres Ruiz
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Es 19 de marzo, fecha entrañable en el calendario litúrgico católico. En este día se concitan varias efemérides: san José, el día del padre, pero sobre todo, el día del seminario. Aunque este año lo adelantaran al Domingo 16.

El origen de esta festividad se debe al sacerdote mártir español beato Pedro Ruiz de los Paños, que siendo rector del seminario de Plasencia (1917-1927), mi diócesis, publicaba dos revistas vocacionales: “la hoja vocacional” y “El sembrador”, de carácter infantil; promoviendo, así, esta misma fiesta en este día extendiéndose, rápidamente, a toda España.

Quisiera aprovechar hoy este espacio para, desde la Sagrada Escritura, cantar pobremente las grandezas del sacerdocio.

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El sacerdote es el hombre de lo sagrado. Sus manos están consagradas por la unción del Crisma para tocar las res sacra (= las cosas sagradas). Ya en el Antiguo Testamento, encontramos a Adán, que ve a Dios y pasea al lado de Dios (cf. Gn 3, 8). Adán recibe funciones sacerdotales puesto que a él se le da dominio sobre toda la obra creada, y con él Dios sella un pacto perpetuo «creced y multiplicaos». Su hijo Abel ejercerá su sacerdocio ofreciendo ya víctimas agradables a Dios y sellando con su sangre, derramada por el fratricidio de Caín (cf. Gn 4,8), la purificación de la tierra que habría de llegar a su plenitud. Noé, tras salir del arca después del diluvio, volvió a ofrecer un gran sacrificio (cf. Gn 8,20) que calmó la ira divina, juramentándose, Dios, con el patriarca en una segunda alianza de paz y reconciliación que tendría como signo indeleble la salida del arcoíris en el cielo (cf. Gn 9,13).

Tras Noé, las dos grandes figuras sacerdotales serán Abraham y Melquisedec: el primero ofrecerá a su propio hijo (cf. Gn 22, 10-14), el segundo ofrecerá pan y vino para bendecir al primero (cf. Gn 14, 18-20). Otro rasgo del sacerdocio de Abraham fue su piadosa intercesión por los habitantes de Sodoma (cf. Gn 18,23), a quienes Dios no pudo perdonar dado que no se halló ningún justo dentro de sus murallas. También los siguientes patriarcas ejercieron su función sacerdotal de sacrificadores e intercesores hasta Moisés, quién enseñó, gobernó y santificó a la naciente nación judía, ejerciendo así el triple munus sacerdotale que hoy siguen ejerciendo los sacerdotes de la Nueva Alianza.

Fue ya en época del gran legislador de Israel cuando surge el sacerdocio como algo propio de los levitas y de los hijos de Aarón, Eleazar y Tamar, a quienes Dios revistió de «ornamentos sagrados, dignos y decorosos» (Ex 28,2). En tal grado de estima e importancia elevó Dios a aquel primer sacerdocio, que la entrada del pueblo israelí en la tierra prometida no fue sino una acción guiada por los sacerdotes: ellos habrían de cargar el Arca (cf. Jos 3,3) y caminar delante de la gente (cf. Jos 3, 6). Las plantas de pies sacerdotales dividieron la corriente del Jordán (cf. Jos 3, 13) para que el pueblo pudiera cruzarlo sin peligro y ellos, firmes y quietos (cf. Jos 3, 17), velaron por la buena salud del pueblo que alcanzaba la libertad de los hijos de Dios. Aquel prodigio quedó inmortalizado por las doce piedras que sacaron del Jordán, sobre las cuáles se habían asentado los pies de los sacerdotes (cf. Jos 4,9).
Siglos después, Dios suscitaría al gran profeta y sacerdote Samuel, quién ungió a importantes reyes que gobernarían la nación israelí y aunque no encontró respuesta acertada de su pueblo, sus palabras indicaban a qué grado de amor llama Dios a sus sacerdotes a dar la vida por el rebaño: «lejos de mi pecar contra el señor, dejando de interceder por vosotros y de enseñaros el camino del bien y de la rectitud» (1Sam 12, 23).

Tras la erección del Templo de Salomón, fueron los sacerdotes quienes volvieron a cargar el Arca de la alianza con los objetos sagrados y la introdujeron en el nuevo Templo (cf. 1Re 8, 3b-4) tal como ya había dispuesto Dios en Nm 18 a los levitas y a la casa de Aarón: «ningún laico se acercará a vosotros… Tú y tus hijos atenderéis a vuestro sacerdocio en todo lo referente al altar y en todo lo que está detrás del velo…el extraño que se acerque morirá».

También destaca el sacerdote Onías en la época de los Macabeos, venerado por su piedad y su aversión al mal (cf. 2Mac 3,1). Éste supo defender el Templo, donde los pobres y viudas «tenían puesta su confianza en la santidad del lugar y en la majestad inviolable de aquel templo venerado en todo el mundo» (2Mac 3, 12). Y tal era la santidad de aquel sacerdote, aun cuando estaban profanando el templo, que «ver la figura del sumo sacerdote partía el corazón, pues su aspecto y su color demudado manifestaban la angustia de su alma. Embargado por un miedo y temblor corporal, mostraba a los que le contemplaban el dolor que había en su corazón» (2Mac 3, 16-17). Aun así su valerosa piedad le llevó a ofrecer un sacrificio a Dios en favor de la salud del profanador Heliodoro (cf. 2Mac 3, 32-33).

Pero todas estas piadosas figuras apuntaban a una realidad superior que las aglutinaría y sobrepasaría: Jesucristo, el Sumo y eterno sacerdote. Él fue quién tomando pan y vino en la noche de su pasión, profetizó sobre ellos lo que habría de ocurrir horas después en el Calvario, ordenando a sus apóstoles – constituidos sacerdotes aquella noche – que perpetuaran su presencia real en el mundo por la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. Y es ahí donde reside la grandeza del sacerdocio: en la intercesión y en el sacrificio. La intercesión se vive por la constante plegaria de los ministros garantizada por la recitación del Oficio divino. El sacrificio se efectúa por la celebración de la Santa Misa, donde incruentamente Jesús entrega su cuerpo y derrama su sangre por muchos para el perdón de los pecados.
La intercesión sacerdotal discurre por los caminos trazados por las antífonas y versículos sálmicos, por las preces, lecturas y responsorios. El sacrificio se desarrolla por la eucología del misal, las lecturas bíblicas y las supremas palabras «Hoc est enim corpus meum», «Hic est enim Calix sanguinis meis».

La intercesión riega las horas del día, desde la salida del sol hasta su ocaso. El sacrificio es centro y raíz de toda la jornada.
La intercesión consagra el tiempo y el sacrificio introduce en él al eterno.

Es pues, el sacerdocio de la nueva alianza quién plenifica a Adán, a Abel, a Noé, a Abraham, a Melquisedec, a Moisés, a los hijos de Aarón y a lo levitas, a Onías… porque aquellos eran sombra de lo nuevo: el sacerdote cristiano.

«Os doy vuestro sacerdocio como un don» (Nm 18,7b). Un don que ha de perpetuarse en la Caridad y en la enseñanza. En la Caridad porque somos configuración ontológica con Jesucristo, Caridad del Padre, protector de pobres, huérfanos y viudas. Enseñanza porque «la boca del sacerdote atesora conocimiento, y a él se va en busca de instrucción, pues es mensajero del Señor del universo» (Mal 2,7).
La Caridad porque Él nos mandó amarnos los unos a los otros como él nos había amado (cf. Jn 13, 34) y porque Él mismo se hizo objeto de caridad en sus hermanos más pequeños (cf. Mt 25, 40). Enseñanza porque Él mismo nos mandó «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

Intercesión, sacrificio, caridad y enseñanza. Los cuatro ejes donde se mueve la vida del sacerdote y donde reside la grandeza del sacerdocio. Porque el sacerdote en su parroquia o donde ejerza su ministerio será siempre Cristo intercediendo, Cristo sacrificando, Cristo ejerciendo la Caridad y Cristo enseñando a su pueblo.

¡Feliz día de San José! ¡Feliz día del seminario! Gracias, hermano sacerdote, por tu si de cada día a Dios nuestro Señor. ¡Ánimo, seminaristas, ad maiora!

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