Desde el siglo XII es costumbre en la Iglesia dedicar todos los meses a algo: el mes de mayo a María, el mes de junio al corazón de Jesús, el de julio a la preciosa sangre, etc. Atrás queda septiembre, el mes de la Biblia (dicen actualmente) porque en él se celebra la memoria de San Jerónimo de Estridón (340-420), traductor de la Biblia del original hebreo y griego al latín, dando como resultado la llamada Biblia vulgata. Y no sólo fue su traductor, sino que además fue un extraordinario comentador de la misma, su intérprete más autorizado y su exegeta más reputado.
Conocidas son sus palabras en el prólogo al comentario al libro de Isaías: “Cumplo con mi deber, obedeciendo los preceptos de Cristo, que dice: Estudiad las Escrituras, y también: Buscad, y encontraréis, para que no tenga que decirme, como a los judíos: Estáis muy equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Pues, si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (Prólogo al comentario sobre el libro del profeta Isaías, 1.2).
Es por ello que en estos artículos quisiera ofrecer algunas reflexiones sobre la importancia de leer y orar con la Sagrada Escritura. En primer lugar, porque en ella quien nos habla es el mismo Dios. En efecto, nos dice el Concilio Vaticano II: “la santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia” (DV 11). Aunque materialmente sabemos que “en la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando El en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería” (ibid.).
De esta autoría se desprende el llamado dogma de la inerrancia de la Sagrada Escritura. Inerrancia e infalibilidad son palabras sinónimas. Se trataría no solamente de la ausencia de error, sino imposibilidad de error. Por tanto, la inerrancia de la Sagrada Escritura indica no sólo el hecho de su verdad, sino la imposibilidad de cualquier error: No puede haber errores. El papa León XIII en su encíclica Providentissimus Deus (1893) afirma: “Tan lejos está de la inspiración divina el que pueda introducirse algún error, que ella por sí misma no sólo excluye todo error, sino que tan necesariamente lo excluye y lo rechaza, cuanto es necesario que Dios, suma Verdad, no sea autor en absoluto de ningún error. Esta es la antigua y constante fe de la Iglesia” (45).
Para saber leer, pues, la Biblia e interpretarla debemos tener en cuenta dos cosas: 1. El ámbito en que fue escrita y 2. Los sentidos que en ella se encierran. Respecto de lo primero, son fundamentales estas palabras de Dei Verbum: “la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe”. La Biblia fue compuesta en la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo en la Iglesia, sus autores pertenecen a la comunidad eclesial – ¿Los del Antiguo testamento también? Si, porque la Iglesia fue preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza (cf. LG2). Además, toda la Escritura nos habla de Jesucristo – a quien o bien anuncia y prepara su llegada, o bien prolonga sus enseñanzas en las obras de los apóstoles -.
Basten estas ideas, hasta aquí, sobre la inerrancia y la eclesialidad de la Biblia para iniciarnos a la lectura y oración con ella.
Lee, ora y ama
la Palabra que fue dada
pues eterna se hace tiempo
y temporal en eternidad.
Ora, ama y lee
las letras que aquí ves
que espíritu y vida son
no de hombre, sino de Dios.
Ama, lee y ora
que es Dios quien habla
y a corazón amante busca
a quién ama y le escucha.
Lee la letra.
Ora el espíritu.
Ama lo profundo.
La eternidad es el destino.