En mi tiempo de capellán en el Hospital Príncipe de Asturias dos veces me ha ocurrido que un psiquiatra me prohíba visitar a una paciente.
La primera vez que me sucedió fue con una paciente que sufría anorexia y que estaba en la planta de enfermos normales, no en la planta psiquiátrica. Aclaro esto, porque los capellanes tenemos estrictamente prohibido visitar enfermos de esa planta.
A esa enferma de anorexia, como a todos los enfermos, yo le decía que hiciera caso a los psiquiatras en todo, que se tomara las medicinas, etc. Pero un buen día, me dijo la enferma que no podía seguir visitándola. Ese psiquiatra no me prohibió el visitarla, pero le dijo a la paciente que si me recibía, que tendría que imponerle castigos. Uso la palabra “castigo”, porque es la que empleó ella.
La segunda vez ha ocurrido esta semana. La enferma estaba muy contenta de que la visitara, de hecho me había pedido que lo hiciera. En este segundo caso, el psiquiatra que la atiende prescindió de presionar a la paciente: directamente me lo prohibió.
En los dos casos, ningún psiquiatra se tomó la molestia de hablar conmigo. En un caso, el médico actuó sobre la paciente; y en el otro caso, el médico dio orden a la enfermera de que me comunicara la prohibición.
Por supuesto que si le hubiera pedido explicaciones, me hubiera dicho que era el protocolo. Pero detrás de la palabra “protocolo” que suena tan seria, tan objetiva, tan inapelable, simplemente está un psiquiatra que no quiere que un sacerdote se acerque a una paciente. Ahora se llama “protocolo”. Y eso por más que el sacerdote no haga otra cosa que decir a la persona que obedezca en todo a su psiquiatra.
Recuerdo que en una conferencia que di a psiquiatras, conferencia organizada por una gran empresa farmaceútica. Cuando toqué el tema de la injerencia de los psiquiatras del sistema público de salud para alejar al paciente de la Iglesia Católica, hubo psiquiatras que pusieron la mano en el pecho con la cara de una esposa casta que alega su fidelidad a toda prueba. Pero en mi parroquia he comprobado cómo los psiquiatras sin ningún escrúpulo se meten en el campo religioso para imponer su visión.
En público repetirán que eso deontológicamente no les es permitido y que ellos respetan las creencias de los pacientes. Pero vaya que si que se meten en el campo de la conciencia del paciente.
Los psiquiatras cristianos, que los hay, jamás los veremos en público denunciar nada de todo esto, ni decir una palabra sobre el tema de la transexualidad. Porque saben muy bien que hay un riesgo cierto de que les abran un expediente.
No es ninguna tontería arriesgarse, después de toda una vida de trabajo, a quedarse en la calle. Si te quedas fuera del sistema público de salud estigmatizado por un expediente, será casi imposible encontrar un puesto en la sanidad privada.
Así que sobre temas relacionados entre la psiquiatría y la religión, absolutamente nadie se atreve a disentir en público de la postura políticamente correcta. Y los que sostienen una determinada posición contra la Iglesia dicen: “todos los psiquiatras piensan igual”. Pues claro, con una dosis suficiente de miedo, hasta yo puedo lograr que todos los carteros piensen igual; o, al menos, que lo parezca.
Desde luego, la ausencia de debate entre psiquiatras acerca del tema de la transexualidad ha sido un buen ejemplo de cómo, al final, nadie ha querido meterse en problemas.
También yo he pensado mucho si escribir este post. Siento una cierta aversión a los problemas. Pero, al final, he pensado que, de momento, vivimos en una sociedad libre y que tengo todo el derecho del mundo ha escribir lo que he escrito. Por ahora esto no es Corea del Norte.