| 11 enero, 2017
Lo primero que visitamos en nuestro viaje fue el monasterio de San Juan de la Peña. Qué cenobio tan pequeño, tan primitivo y tan impresionante. Una verdadera reliquia medieval. Una cápsula del tiempo perdida en medio de las montañas.
Una y otra vez no podía dejar de imaginarme allí a cuarenta monjes moviéndose por las pequeñas dependencias de esa abadía, orando en la oscura iglesia prerrománica de dos naves, viviendo siempre en la sempiterna humedad de ese monasterio ubicado bajo una peña colosal. Una vida siempre a la sombra. Nunca le da el sol a esa abadía.
Me imaginaba a los monjes salmodiando en la posterior iglesia románica. Allí (con mi mente) colocaba el coro en su lugar, cubría las paredes con coloridos frescos, situaba manteles de diversas telas sobre los tres altares de los ábsides. Mi imaginación se entusiasmaba ante ese marco benedictino tan peculiar como es un monasterio situado bajo una roca.
He de decir que yo llegué al monasterio más muerto que vivo. Mareado a más no poder por las curvas de la carretera. Estaba yo más mareado que el Papa con los dubia de los cardenales.
San Juan de la Peña es también, desde la cumbre, a un paso del Monasterio, el mejor balcón del pirineo, donde las altas cumbres de la ascética y la mística se abrazan, bajo la mirada cómplice de los monjes.