PUBLICIDAD

Testimonio de la muerte de un sacerdote

|

Pbro. Miguel Bernardo García (16-04-1958|11-06-2021). Formador de sacerdotes. Padre de padres. In Memoriam 

El propósito de este escrito no es narrar la vida o importancia para nuestra diócesis de San Luis, y de la Iglesia toda, de tan eminente sacerdote (él fue prefecto del Seminario diocesano durante mucho tiempo, formador de Moral y también su rector, su corazón y su cabeza, su impronta misma durante 20 años, impronta comunicada a tantos sacerdotes, un “padre de padres”). Tampoco es el propósito aquí describir sus virtudes, como su piedad, afabilidad, humildad, paternidad o abnegación entre muchas otras que lo hicieron modelo de vida sacerdotal. El único objetivo es narrar sucintamente, con la mayor claridad e integridad posibles, los últimos momentos de su vida, momentos de los que fui partícipe por pura gracia de Dios, gracia inmensa e inmerecida. A eso vamos…

Cabe recordar un poco la primera impresión que tuve de su persona. Ingresé al Seminario San Miguel Arcángel, de San Luis, en el año 2005, y estudié allí hasta el 2015, año en que fui ordenado sacerdote. Cuando conocí al padre Miguel, rector en ese entonces, él me dijo: “¿Para qué querés ser sacerdote?”. Y yo le contesté: “Porque quiero ser santo”. “No”, me cortó en seco: “para ser santo hay que cumplir la voluntad de Dios, seas o no seas sacerdote”. Esa fue mi primera conversación, y durante años traté con él diversos temas espirituales y de todo orden.

Fue mi padre y mi amigo, pero no por eso le restaba respeto a su rol de autoridad. Cuando buscaba consejo y palabras suyas, él se hacía tiempo para dármelos, igual que a los demás seminaristas. A lo que quiero llegar con todo esto, resumiendo en pocas líneas más de diez años vividos con él, es que siempre fue padre y siempre buscó formar a sus hijos, sus seminaristas, para que también nosotros llegáramos a ser santos sacerdotes, fieles a la doctrina de la Iglesia de Cristo, devotos de María Santísima y apasionados por la Eucaristía y por los sacramentos.

Pero vayamos al tema nuestro… En este año que corre, 2021, en una de esas idas y venidas de protocolos contra el Covid, cuando se puso una medida de riguroso confinamiento por una semana, decidí realizar mi retiro espiritual sacerdotal escogiendo como “desierto” el convento del Instituto Mater Dei de Villa Mercedes. Resultó que los cinco días que tenía planeado estar allí se convirtieron en diecisiete porque una hermana que estaba con síntomas dio positivo y todos tuvimos que aislarnos. Pensándolo luego, esos días fueron la preparación remota para el encuentro con el padre Miguel, ya deteriorado, en el peor -y el mejor- de sus momentos. Durante esos días, decía, medité y prediqué, tanto a las hermanas como en charlas virtuales a distintas personas, acerca de la identificación con Cristo Víctima, la verdadera obediencia, la virtud y don de la Fortaleza, y otras cosas más, y todas providencialmente me fueron de provecho para lo que se avecinaba.

Durante ese lapso de tiempo el padre fue internado y, el mismísimo día en que se acababa mi aislamiento y el de las hermanas, todos mis bolsos preparados para volver a mi parroquia en Villa Mercedes, recibo un llamado de un sacerdote amigo de San Luis. “Oiga, padre”, me decía, “usted ha sido escogido para asistir al padre Miguel. No la está pasando muy bien. Su situación es grave y necesitamos que lo vaya a animar y a sacarlo adelante”. Sorprendido por ese llamado, pero entre contento por la elección y amargado por las nuevas, dije: “Ya salgo para allá, pero antes avise al obispo, por favor”. Así lo hizo. Me despedí de las hermanas de Villa Mercedes y me aventuré a la incertidumbre de lo que me esperaba.

A las 12:30 llegué al Policlínico de San Luis. Fue providencial que tuviese en el auto no sólo ropa, por los días que pasé con las hermanas, sino también elementos para celebrar la Santa Misa. No pensaba bajar todo pero algo me detuvo, algo me insinuó que lo hiciera. Antes de internarme con el padre Miguel visité a las religiosas que asisten en el hospital, las servidoras del Señor y de la Virgen de Matará. Hice unos llamados y, para mi sorpresa, mi “visita” no estaba pensada para sólo un día, ni sólo para animarlo: el objetivo era quedarme con él hasta el final, saliese o no de allí.

Sin mucho preámbulo, las hermanas me dieron unas hostias y un poco de vino para la celebración de la Santa Misa y, previo saludar al Santísimo, marché al pabellón de traumatología, provisionalmente destinado para enfermos de Covid (en esa fecha, seis pabellones del hospital estaban destinados a los pacientes contagiados con el virus).

El padre Miguel se encontraba en la habitación al final del pasillo a la izquierda, la uno. El pabellón se me hacía desolador: médicos, enfermeros y personal en general, yendo de un lado para el otro, imposible diferenciarlos pues todos vestían igual con su bata celeste, la cofia, máscara, barbijo y guantes. De las habitaciones salía el ruido, seco y taladrante, de la continua oxigenación a pacientes. Mirando a izquierda y derecha, hombres y mujeres de toda edad y condición social, podríamos decir: unos con cánula; otros con mascarilla; otros con casco de oxígeno. Desolador. Debo destacar ahora una cosa, la excelencia del personal de salud: en las peores circunstancias, siempre tratando del mejor modo posible a los pacientes, buscando animarlos, no quejándose frente a ellos, infatigables y amables.

Cuando ingresé a la minúscula habitación uno me encontré con este panorama: ropa y medicamentos echados en todos lados, una ventana por la cual entraba una luz tenue; una puerta para el baño (mínimo también); un joven sentado en una reposera -el que lo cuidaba hasta ese momento- y el padre… el padre Miguel acostado, su rostro dolorido y pálido detrás del casco de oxígeno, y los ojos cerrados por el ardor y comezón efecto del oxígeno… el padre Miguel era la viva imagen del dulce Cristo sufriente.

Antes de caer en la amargura, de la cual el Señor me sostuvo durante todos esos días, la médica a cargo me indicó: “su misión aquí será cuidarlo, pero sobre todo levantarle el ánimo. No lo deje, bajo ningún respecto, deprimirse, ¿entiende?”. Y dije que sí, aunque no, no entendía bien, perplejo como me encontraba.

El cuidador me dio algunas indicaciones y, en breve, estábamos solos el padre Miguel y yo, y nadie más. Fue mi primer intento de darle ánimos, pero era difícil ya que al padre se le dificultaba tanto el ver como el escuchar y el hablar. Quiero creer que mi presencia, la de un hijo sacerdote suyo, implicaba algo de ánimo para él, aunque no lo pudiera expresar muy bien detrás de ese casco de oxígeno.

Al rato vinieron cinco o seis del personal médico a cambiar al padre de habitación. Para ello, agarraron de las sábanas y lo trasladaron a la camilla. La nueva habitación, la dos, no era muy distinta a la primera, salvo que entraba un poco más de luz por la ventana. Ya allí, acomodé bien mis cosas y me dispuse a mi misión. Primero le señalé al padre que muchas personas rezaban por él, y asintió con la cabeza como que entendía. Luego lo invité a escuchar audios y ver videos pero, con la cabeza, presionando los ojos y sacudiendo levemente una mano, me indicó que no. “El Santísimo”, susurro el padre, con esa vocecita agitada y cortada. “El Santísimo”, repitió. De algún modo, entendí que se había percatado del cambio de habitación y me preguntaba dónde habían puesto la teca con el Santísimo Sacramento. “Está a su lado”, le dije. Efectivamente, allí estaba: no éramos dos en la habitación sino tres.

Tras rezar el Rosario caminando en la “celdita” (daba tres pasos y pegaba la vuelta), y luego de hacer también la Hora intermedia y Vísperas, finalmente me dejé caer en la reposera, desanimado yo, y esperé las indicaciones que me daría el personal médico: me dieron varias y quedé mareado, horas de medicaciones, cuidados del padre, modo de alimentación (se ponía un sorbete por un agujerito que había que destapar temporalmente, debajo del casco, y había que embocarlo en su boca), ayudarlo en sus necesidades, estar atento a esto, a esto otro, en fin, debía desenvolverme como un enfermero más.

Sin mayores sobresaltos, así terminó el primer día, un miércoles. La noche cayó y el padre seguía sin poder dormir (ya hacía un par de días de insomnio, y por eso le habían aplicado morfina en el suero). Y yo tampoco pude dormir. No había llevado ningún abrigo y la noche era fría. Además, debía estar atento, con un ojo medio abierto, a los movimientos del padre por si necesitara algo. Y así fue, varias veces. Y a eso se suma los controles esporádicos de los médicos, controles de oxigenación, sobre todo. Y ese ruido constante del oxígeno que, según decían, era peor para el padre, con su cabeza dentro de ese casco. Incluso le ofrecieron taparle los oídos con algodón, pero él no quiso.

Entonces frío, incomodidad, mugre (había una ducha, pero bañarse era una ilusión, sobre todo porque significaba desatender al padre pero además porque el baño, aunque limpio, estaba lleno de baldes y cosas), cansancio, tensión, reclusión (una vez adentro, ya no se podía salir de la habitación hasta que no saliese el paciente) … todo un verdadero tormento. Así estaba el padre Miguel, completando en él lo que falta a los padecimientos de Cristo, como buen sacerdote e hijo querido del Padre.

El segundo día, jueves, el padre comenzó a progresar en su salud. La oxigenación iba de bien en mejor, llegando incluso por momentos a 99 de saturación. Es más, recibiría varias visitas que le alegrarían el día. Un sacerdote le prestó una reliquia de San Bernardo, a la cual se aferró y afirmó en su pecho. Incluso una médica le preguntó si estaba más tranquilo y contento, y asintió. Cuando le hicieron los ejercicios con movimiento de brazos, el padre hizo, por propia iniciativa, más de los indicados, mostrándose aliviado. Le dije fuerte, casi gritando, porque el casco no lo dejaba escuchar: “¡hoy es día de ejercicios, padre!”, y esbozó una sonrisa… un gran logro. Todo daba un buen pronóstico, incluso la médica, ella también contenta, le decía: “¡si seguimos bien, padre, mañana le sacamos el casco!”. Y así creíamos que iba a ser.

A eso de las 19, cuando no había tanta circulación de personal médico, preparé un altar improvisado para celebrar la Santa Misa: eran las primeras vísperas del Sagrado Corazón de Jesús. Saqué al padre de su somnolencia y me observó de arriba abajo, ya revestido con la casulla blanca. Comencé la celebración, diciendo las lecturas y oraciones en voz alta para que el padre escuchara y participara. ¡Y él lo hizo, muy a su modo! Miraba, movía los labios (incluso en la consagración y en el padrenuestro), contemplaba a Jesús durante la elevación de la Hostia y del cáliz.

Terminé de comulgar, y me puse a purificar el cáliz. El padre, entonces, abrió bien los ojos y gritó casi sin fuerzas: “La hostia… la hostia”. Quería comulgar. “Padre, mañana le doy la comunión, mañana le sacan el casco, tenga paciencia”, le dije. Pero el continuó: “La hostia… la teca”. Recordé que en unas horas antes unos enfermeros le habían levantado el casco para darle medicación. Me dije, “es la comunión, ¿cómo voy a dejarlo sin comulgar?”. Entonces me puse manos a la obra: levanté como pude el engorroso casco hasta sus ojos; abrí la teca, le di la comunión y volví a colocarle el casco. Tras ello noté mucha paz en el padre: respiraba relajadamente y su semblante parecía alegre. Era ésta su última Misa, su última comunión. Cuando le di la bendición final él se santiguó.

A partir de ese momento, de esa “Última Cena”, las cosas empezarían a empeorar. Los médicos harían sus rondas más seguido con el padre porque la oxigenación no andaba bien. Pese al último chequeo, que daba 99 de saturación, el nuevo daba 94. Y no subía. El padre se ponía molesto porque no podía dormir y el casco se le hacía una carga insufrible. Sus ojos y su cara le picaban. Sus labios, de resecos, estaban llenos de aftas. Su lengua y garganta eran como una lija. Muchas veces me diría con voz cansina “tengo sed”, como Nuestro Señor en la cruz, pero el agua no se la apagaba sino que ella también le producía dolor, según me explicaron.

A eso de las 22:30 el chequeo de saturación le dio 88 y el médico decidió subir el nivel de oxigenación al máximo. Eso implicaba, entre otras cosas, mayor ruido, mayor sequedad e imposibilidad de sueño. El padre no aguantaría otra noche más sin poder dormir.

Los médicos iban y venían de la habitación y, alrededor de la 1:00 del día viernes le sacaron el casco porque “ya no tenía ningún sentido”. A eso de las 2:00, finalmente, vinieron todos juntos. Ya no éramos dos sino al menos ocho, todos apretujados en ese pequeño Gólgota. Terrible escena para el padre: todos callados y serios, como quienes tienen que tomar una decisión desagradable. La jefa del personal se acercó y le dijo, tocándole el hombro: “Miguel, la oxigenación no mejora, ¿te das cuenta de lo que eso significa?”. El padre asintió. “Miguel, no tengas miedo, cuando despiertes después de la entubación va a ser como si nada hubiese pasado, vas a salir de acá. ¿Te parece?”. Y asintió de nuevo.

Tardaron un rato en traer la camilla para llevarlo a entubar. Mientras, yo le dije algunas palabras al oído, quizá proféticas: “Padre: ánimo, no tema, hoy es el día del Sagrado Corazón, ese Corazón al cual usted siempre le tuvo tanta devoción. ¡Quién sabe si no esté preparando algo muy bueno para usted! Tenga paciencia, es sólo un momento y después todo se acabó. ¡Ánimo!”. Entre cansancio y nervios, le di la absolución, con indulgencia plenaria y la unción de los enfermos.

Cuando llegaron con la camilla, a eso de las 2:20, y la pusieron al lado de su cama, vi algo que me sorprendió, igual que a los demás. “A la cuenta de tres lo subimos a la camilla”, dijo la médica. Pero no hizo falta: el mismo padre se arrastró a la camilla, sacando fuerzas vaya a saber uno de dónde. “Lo hizo sólo”, dijo la médica, tras una pausa de unos segundos. Salió entonces la camilla. Vi cómo se alejaba por el largo pasillo ante el silencio de los espectadores a los costados. Le di una última bendición y me dije: “nunca más va a volver”. Y así fue.

Ese lapso de tiempo entre las 2:20 y las 3:30 fue el único momento, paradójicamente, en el que pude dormir algo, sueño que fue interrumpido por la médica: “Disculpá”, me dijo, “procedimos a entubar a Miguel, pero al rato tuvo una descompensación, un infarto, y falleció. Todavía no entiendo cómo pudo pasar esto. Lo siento mucho”. Yo bajé la cabeza unos segundos, la volví a levantar y dije: “y ahora, ¿qué debo hacer?”. Según me contaron luego, lo último que pidió el padre fue que se le volviera a dar la unción de los enfermos y que, mirando hacia la imagen de la Virgen, cerró sus ojos.

De ahí en más fueron seis horas de un ir y venir, llamados, mensajes, trámites, todo. No caí en la cuenta de lo que había pasado sino hasta que me senté a eso de las 9:30, hora en que pude llorar. Llorar no sólo por lo traumático de lo vivido durante esos tres días sino, sobre todo, por la pérdida del padre Miguel García. Sin embargo, hay que decirlo, fue el momento más glorioso del padre. Fue su última gran purificación, como no podía ser de otro modo. Si el sacerdote es otro Cristo por el orden sagrado, su vida no puede más que reflejar la vida y muerte de Cristo. “Conforma tu vida con el misterio de la Cruz”, nos decía el obispo siguiendo el ritual el día de nuestra ordenación, y así debe ser.

¿Y qué significa la cruz sino el sufrir con Cristo y por Cristo? El padre Miguel, todos lo saben, sufrió indeciblemente sus últimos días. La internación fue su última gran entrega y purificación. Una purificación pasiva, una noche oscura. Cero certidumbres humanas, cero esperanzas de salir con vida, y dolor, mucho dolor. El vivir en la fe y de la fe, como los justos. Ya no podía rezar como acostumbraba: su oración ahora era el padecer. Ya no podía dar consejos o hacer actividades: su actividad ahora era el callar y estar clavado en la cama. Ya no podía más que mirar sin ver y decir frases cortas, con voz agitada. Como aquellas palabras que dijo el Señor a San Pedro: “cuando ya seas viejo, extenderás los brazos y otro te vestirá, y te llevará a donde ni quieras”.

Era el padre como un niño que necesitaba de otros para todo. El padre necesitaba asistencia para las cosas más básicas como asearse, alimentarse, e incluso moverse. Y es que uno vuelve, realmente, a ser niño cuando se aproxima la muerte. Él era un niño, en todo sentido, un niño grande y canoso. Y sabemos que si queremos ingresar a la casa del Padre debemos hacernos como niños, porque la misma idea de Dios como Padre significa eso: que nosotros somos sus hijos, sus “niños”. Y así como el dolor rubrica el parto natural, el dolor debe rubricar el nacimiento a la eternidad.

Así la obra gigantesca del padre Miguel no queda ya en lo que ha hecho en la tierra. No. Cristo, Nuestro Señor hizo muchos milagros en su vida terrena: curó a leprosos, dio la vista a los ciegos, resucitó a muertos. También dio muchas magistrales enseñanzas, como sus diálogos con los judíos, como las Bienaventuranzas, como su discurso de la Última Cena. Sin embargo, su mayor obra no fue nada de eso: su mayor obra fue su muerte en la cruz. Por medio de su muerte nos redimió del pecado, razón primera de su Encarnación. Cuando estaba crucificado, clavado de pies y manos; cuando por el peso del propio cuerpo, el dolor de la corona de espinas y del agobio, no podía formular grandes y elaboradas frases; cuando quiso suspender temporalmente su taumaturgia y presentarse como un gusano pendiendo del madero: allí obró su mayor proeza, allí aplastó la cabeza de la serpiente, allí destruyó la muerte y nos abrió las puertas del Cielo para siempre.

Su mayor obra fue su muerte: así también la del padre Miguel García. Su muerte es un signo y una realidad. No es la muerte de un “estilo” sacerdotal. No es la muerte de una clase de sacerdotes propios de una diócesis “particular”, sino, todo lo contrario, es la esperanza de un resurgir. Con su muerte hará más bien que con todo lo que hizo durante su vida entera. Desde el Cielo intercederá por las vocaciones futuras para que se formen como auténticos sacerdotes católicos. Sacerdotes que vivan y mueran desde sus labores cotidianas, silenciosas y escondidas, sólo visibles a los ojos del Padre. Vida sacerdotal no propagandística y mediática, sino fructífera, con los frutos que ve el Padre, aunque sean desconocidos de los hombres. Sacerdotes crucificados por amor a Dios y a las almas. Así quiera el Señor que sean los sacerdotes de la diócesis de San Luis, diócesis que le debe su vigor y su impronta católica a curas, sobre todo, como el padre Miguel Bernardo García, rector inmortal del Seminario: padre de padres. Dios lo tenga en su Santa Gloria.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *