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El aborto, ¿es un problema de salud?

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Mario Caponnetto

Digámoslo de entrada: el aborto no es ni exclusiva ni principalmente un problema de salud; pero es, entre otras cosas, un problema que atañe a la salud sea en el plano de la salud pública, sea en el nivel individual de la práctica médica. Los médicos, en consecuencia, tenemos algo -y algo importante- que decir en esta materia. Pues bien, en esta ocasión quiero hablar como médico.

Hay dos argumentos que suelen esgrimir los defensores y propulsores de la legalización del aborto. Primero, que es necesario legalizar esta práctica como solución al grave problema que representan los abortos clandestinos realizados en medios sanitarios precarios con su secuela de morbimortalidad materna, cuestión esta que afecta principalmente a las capas sociales más vulnerables y desprotegidas, esto es, las mujeres pobres que no pueden acceder, a diferencia de las mujeres ricas, a abortos seguros y caros. Se trataría, por tanto, de poner fin mediante el aborto legal a una situación de emergencia sanitaria y de flagrante injusticia social. El segundo argumento es el del llamado “aborto terapéutico”: ¿qué se hace en aquellos casos en que una gestación pone en riesgo la salud o la vida de la mujer gestante?; ¿se ha de poner o no fin al embarazo en resguardo de la salud o de la vida materna? Ambos argumentos conciernen directamente a la medicina y es preciso darles una respuesta médica. Veamos cada uno de ellos por separado.

Ningún médico con alguna experiencia puede negar la existencia de abortos practicados en condiciones no sólo sanitariamente precarias sino también a menudo realizados por la misma mujer gestante mediante los más variados recursos. Tampoco puede negarse que tales abortos son una fuente incuestionable de morbilidad y mortalidad materna. Menos aún es posible pasar por alto que este problema afecta de manera casi exclusiva a los sectores sociales que viven en la indigencia extrema y en la marginalidad más estremecedora. Varios años de mi ya larga vida médica transcurrieron en las periferias de la Patria y he sido testigo directo de esta desoladora realidad y en este punto no vale demasiado discutir sobre estadísticas: en primer lugar porque no tenemos en nuestro país estadísticas confiables casi respecto de nada (situación que se presta al manipuleo de los números y de los datos por parte de los grupos pro aborto que intentan imponer cifras disparatadas con el fin de crear un panorama que ni de lejos se aproxima a la realidad) y segundo porque en definitiva la naturaleza del problema es inconmensurable y cada mujer que muere o cada niño por nacer que se pierde representan una tragedia humana irreductible a un dato estadístico. Esto no significa que debamos prescindir de la estadística; sólo intento decir que la realidad médica y social de los abortos clandestinos en los sectores vulnerables y marginales se impone por sí misma sin necesidad de apelar a otra cosa que a la directa experiencia. La magnitud del problema, sólo medible mediante estadísticas, es otro costado de la cuestión, importante sin duda, pero un costado accidental.

Ahora bien, admitida esa realidad se plantea una cuestión bien clara y precisa: ¿es la legalización del aborto la solución de este drama? ¿Es la única solución? ¿Es la mejor solución? Creo que sería bueno y oportuno centrar la discusión sobre este punto si lo que en realidad se pretende es un debate serio y honesto y no la imposición, sin más, de una ideología abortista que es la que parece animar a la mayoría de quienes pugnan en favor del aborto.

Va de suyo que el drama que hemos descrito es, ante todo, un problema político, social y económico y sólo secundariamente sanitario. Lo que nos lleva a pensar que si se atacasen las causas políticas, sociales y económicas que engendran la marginalidad, la indigencia y la falta de una atención médica mínimamente adecuada, la morbimortalidad materna por abortos disminuiría significativamente por el simple hecho de que disminuirían los abortos. En este sentido creo que es útil apelar a la experiencia de otros países. Tenemos el ejemplo, entre otros, de lo ocurrido en Chile a partir de 1989 cuando se prohibió el aborto. Según las investigaciones llevadas adelante por el Doctor Elard Koch, Director del Instituto de Epidemiología Molecular MELISA, en el país trasandino no sólo no fue posible establecer que una disminución de la mortalidad materna por aborto estuviese vinculada con la legalización de esa práctica sino que, por el contario, la mortalidad materna global se redujo hasta llegar al 94% y la mortalidad materna exclusivamente por aborto hasta alcanzar el 99% a partir justamente de la prohibición del aborto legal. El científico chileno asegura, además, que con programas preventivos y de salud materna se ha logrado que mujeres con embarazos no deseados y en riesgo de aborto superen su situación de vulnerabilidad. También recuerda una investigación realizada junto con científicos de Estados Unidos, en la que se encontró que los factores que reducen la mortalidad materna son el incremento de la educación de la mujer, el acceso a los servicios de cuidado prenatal, la atención profesional del parto, las unidades obstétricas de urgencia y cuidados especializados, el acceso al agua potable y alcantarillado, alimentación complementaria para madres y sus hijos junto con cambios en la conducta reproductiva.

Se dirá que es sólo un ejemplo; pero es un buen ejemplo a seguir. ¿No sería conveniente entre nosotros promover legislaciones que hagan posible un drástico mejoramiento de las condiciones sociales, políticas, económicas y sanitarias que son el obligado contexto de los abortos clandestinos y empezar, alguna vez, a realizar estadísticas confiables a fin de poder medir la efectividad de estas legislaciones en orden a una disminución de la morbimortalidad materna en lugar de propiciar una legalización del aborto si realmente lo que se busca es dar solución a un problema sanitario? Resulta absurdo, por decir lo menos, suponer que el aborto sea la única solución o siquiera la mejor. Es la peor de todas -si es que, en definitiva, puede decirse que es una solución- porque es la que se lleva miles y aún millones de vidas por nacer. Si el aborto fuese una solución sanitaria habría que admitir, al menos, que es la más costosa de las soluciones, no sólo en lo económico sino sobre todo costosa en vidas humanas y en graves secuelas psicológicas y aún físicas para las madres. Ergo, es el menos racional de los caminos que puedan elegirse.

El segundo argumento que suele esgrimirse es el llamado “aborto terapéutico”, expresión falaz y equívoca porque el aborto nunca puede ser tomado como un recurso terapéutico. De lo que se trata es de un dilema médico y moral, de una situación límite en la que una patología materna aparece como incompatible con el sostenimiento de una gestación en curso. Las situaciones son en extremo variadas por lo que sólo es posible dar orientaciones generales que luego habrá que aplicar a cada caso en particular. El principio general es que, habida cuenta de que dos son las vidas en juego, nunca resulta moralmente aceptable un criterio según el cual la preservación de una de esas vidas prevalezca en detrimento de la otra. El llamado “principio del doble efecto” (variación del llamado “acto voluntario indirecto”) no es aplicable ya que este principio requiere que el efecto positivo, bueno o primariamente buscado y querido sea mayor que el efecto negativo, malo o no querido. La esencial e intrínseca igualdad de las vidas en juego hace que ambos efectos sean igualmente malos.

¿Cómo responder, entonces, a estos dilemas felizmente cada día menos frecuentes en la práctica médica? Hay que partir de un presupuesto básico: en la amplia variedad de situaciones que la práctica médica nos plantea hay un elemento común a todas ellas; en efecto, se trata siempre de una inadecuación, de mayor o menor grado, entre la prosecución del embarazo y la vida y/o salud de la madre. Ahora bien, más allá de cualquier consideración particular, se ha de tener en cuenta que frente a cualquier situación de inadecuación entre el embarazo y la vida y/o salud materna no es lícito acudir a la supresión del embarazo toda vez que ella comporta la supresión cierta, ineluctable y directamente procurada de la vida del concebido. La Medicina se verá, pues, obligada siempre a procurar cualquier medio terapéutico (tomado este término en sentido propio) que tienda a salvar o minimizar la situación de inadecuación, asegurando hasta donde sea posible, la vida y la salud de madre e hijo. Sólo será lícita una terapéutica que no implique la supresión deliberada y directamente procurada de ninguna de las vidas en juego. Habrá, pues, que hacer rendir y agotar al máximo las posibilidades del arte dejando, en definitiva, a la propia naturaleza la evolución final.

Ocurre que cualquier otra consideración, por fuera de la que acabamos de establecer, implica una elección indebida entre dos bienes absolutamente equiparables en sí mismos considerados: vida y/o salud de madre e hijo. No hay modo de introducir un desbalance en la valoración de ambos bienes a no ser que se tengan en cuenta cuestiones de carácter meramente accidental como, por ejemplo, una supuesta utilidad de la vida materna por sobre la del concebido, el interés de otros hijos para quienes la vida materna resulta más que apreciable, etc. Pero una consideración de carácter accidental -por importante que sea- no es suficiente para modificar el valor intrínseco de la vida humana, único que ha de tenerse en cuenta en la perspectiva moral. De no ser así, si consideraciones meramente accidentales ingresan en la valoración del bien en juego, se estaría afirmando un peligroso principio que puede extenderse a cualquier otra situación que no sea la que estamos considerando. De este modo, la vida de un enfermo con Síndrome de Down, por ejemplo, o con cualquier otra afección podría llegar a ser suprimida en aras de una pretendida utilidad.

En ninguno de los dos argumentos planteados puede concluirse, por tanto, que el aborto sea una solución médica. Porque hay que decirlo: el aborto es siempre la supresión de individuos humanos. Me causa cierta gracia cada vez que oigo decir que “ahora” la “ciencia” nos demuestra que la vida humana comienza con la concepción. No es “ahora” ni es la “ciencia” sino la más elemental experiencia la que nos muestra que la existencia de un individuo humano se inicia desde la concepción. Desde que el hombre está sobre la tierra se sabe que cada vez que se inicia un embarazo, de no mediar una falla de la naturaleza, el “producto” final es uno o más individuos de la especie homo sapiens. Sobre las acciones de la naturaleza el hombre no tiene responsabilidad moral alguna; pero sí la tiene sobre sus propias acciones voluntarias y libres. Por eso suprimir directa y voluntariamente el proceso de la gestación humana, que es uno solo y el mismo desde el inicio hasta el fin, conlleva una grave responsabilidad moral en quienes lo hacen, en quienes lo promueven y aún en quienes lo toleran. Y esto es tan antiguo que ya lo previó el viejo Hipócrates -que hasta sabemos no era católico- en su Juramento.

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