Artículo publicado hoy en el Diario Ideal, edición de Jaén, página 27
Durante los últimos días, según informa nuestro periódico, asistimos a la sentencia en la que un estudiante es condenado a un año de libertad vigilada por zurrar la badana a un profesor de su instituto de Jaén, con el resultado de lesiones físicas y psíquicas; o conocemos cómo en el pueblo de Hellín un paciente es condenado a no acercarse a su médica por las amenazas que le infirió en su momento; y el colmo de la tierra española, en el pueblo toledano de Yepes, en un colegio público, el profesor le pide a los padres que sus hijos deben dar seis rollos de papel higiénico al entrar en el centro docente, porque el presupuesto no alcanza a comprar ese material.
Vivimos en una sociedad violenta, no solamente por los sucesos mortales que acaecen, sino también por el impacto que las ariscas relaciones humanas amargan la existencia de muchas personas en el mundo estudiantil o sanitario, que nunca son los dueños de sus decisiones, sino que son unos mandados por sus jefes que les indican cuales deben ser sus comportamientos.
La Iglesia Católica siempre enseñó y amparó las reglas de urbanidad y caridad fraterna que aprendimos las personas de mi generación. Entre las virtudes exigidas para una noble y notable convivencia humana brillaba con luz propia el respeto reverencial. Consistente en la actitud interna y externa de respetar reverencialmente a los padres, a las personas mayores, a los profesores, a los sacerdotes…a toda persona constituida en autoridad educativa y moral.
Ese respeto reverencial se rendía a los médicos y profesores, a quienes siempre les tratamos de usted; lo mismo a la policía cuando dirigía el tráfico viario de personas y coches, o cuando vigilaba el mantenimiento del orden público en actos de presencia masiva de personas, como en los partidos de fútbol, en las corridas de toros y hasta en el ferial.
Llegaron tiempos nuevos, hubo que adaptarse a las olas que arrastraban desde las pantallas de la única televisión existente en España. El mismo Concilio Vaticano II abrió las ventanas de la Iglesia para que entraran nuevos vientos, que arramblaron con las sotanas de los sacerdotes, y con la secular costumbre de acudir a besar la mano de los presbíteros cuando los veíamos por las calles de nuestro Jaén. Las variadas legislaciones educativas nacidas en el tiempo democrático llevaron a que los maestros fueran llamados profesores de educación general básica y que el colegueo entrara en las aulas, con la consiguiente pérdida de autoridad impuesta hasta en la desaparición del estrado sobre el que siempre estaba el docente para vigilar a la masa de alumnos.
Hemos perdido los respetos reverenciales apoyados en una falsa identidad en que todos tenemos derechos a todo, pero sin ninguna obligación por nuestra parte. Para la medicina somos usuarios, no pacientes ni enfermos, lo que ha llevado a que los médicos estén custodiados por guardias de seguridad privada. Y la crisis económica nos ha conducido a que en los centros docentes los alumnos lleven papel higiénico porque el presupuesto no da ni para eso.
La urbanidad está en el trastero de la historia personal, porque ni en las propias familias se enseñan las pautas más elementales de la misma. Lo que siempre debemos rechazar, en la sociedad y en la propia Iglesia, es la violencia que aparece a diario en los medios de comunicación. La acritud verbal, las amenazas contra la dignidad humana, los embrollos sociales, y la ruptura de la convivencia están muy lejos de la enseñanza del mandamiento del amor que nos dejó en el Señor antes de irse al Cielo.
Tomás de la Torre Lendínez