En la vida actual es muy difícil mantener un equilibrio entre el silencio y la ocasión de hablar. Nacemos en una atmósfera monástica o en una taberna abierta a gritos y ruidos ensordecedores. Más aún, el carácter de la persona influye en si padece verborragia o mudez.
Países existen en los cuales la verborragia es una enfermedad común muy socializada y hasta es el timbre de gloria de haber venido al mundo en alguno de esas tierras.
Cuando, además, vivimos en una sociedad digital universal el padecimiento de la verborragia es más habitual de lo que parece, incluso en personas, en las que dados sus cargos, deberían ser más bien mudos prudentes que parlanchines desaforados, necesitados de tener que rectificar mediante otra persona que no es dueño sino servidor de las palabras ajenas o de los silencios de sus jefes.
La verborragia debería enseñar, por las varias meteduras de pata, que más vale callar que levantar ampollas con frases, ideas o pistas, para que monten números de equilibrismo circense quienes son los mastines para imponer el equilibrio cuando éste ha saltado todas las metas imaginables, sobre todo en las redes sociales, donde los intercambios cortos o largos, han generado verdaderos líos a muchas personas, máxime si los cargos ocupantes son de altura en el mundo presente.
Corregir la verborragia con la prudencia sensata siempre es mejor, que apagar fuegos cuando los bomberos tardan en llegar, y, encima, algunos pisan la manguera para que el incendio reduzca a cenizas a la institución concreta.
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El año que vivimos entre paréntesis
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