En almoneda

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Artículo publicado hoy en el Diario Ideal, edición de Jaén, página 31 Hubo una costumbre eclesial antigua mediante la cual, en las tardes de los domingos cuaresmales, en las plazas de las viejas iglesias parroquiales del Jaén tradicional se sacaba en almoneda diversos objetos confeccionadas por las manos de las señoritas de la alta sociedad burguesa local, o los materiales domésticos que desechaban en relativo buen uso, tales como guantes, bufandas o tapabocas, abanicos, pañuelos del cuello, velos para la cabeza…el importe de tales almonedas servía para aliviar la ingrata vida de los pobres de la feligresía. Las conciencias de la minoría de las personas donantes se esponjaban ante la vida cómoda que disfrutaban, mientras una mayoría las pasaba canutas para vivir y comer. En aquellas pujas se notaba el afán coleccionista de objetos de algunos participantes, y el perfil engurruñido y avaricioso de otros, que no soltaban las monedas metidas en las faltriqueras, ni a punta de espada o daga florentina. El clérigo presidente de la almoneda solía ser un cura de misa y olla, desleído y medio lelo, a quien engañaban los bribones y pícaros merodeadores de la aglomeración humana. Llevamos viendo, tras las elecciones generales, cómo España se encuentra en almoneda diaria. Los medio ganadores no desean ser humillados ni ofendidos en el interior del hemiciclo por una turba multa de aventureros recién subidos al furgón de cola. Los sentados en los sillones desde hace muchos años tienen a un vocero, poco leído y gritón, con un afán de quedarse como jefecillo del tren sin saber conducirlo, sin notar la sombra de un gañán parlanchín y hambriento de ocupar todo el tren a costa de colocar a todos en el vagón de la carbonería e irlos soltando en la caldera como pasto de las llamas de la velocidad de un tren sin cabeza conductora. Unos modositos visitantes noveles se estremecen viendo el trasiego por el techo y los bajos de los vagones de los antiguos y los ganapanes advenedizos. Son como las cortinas de las ventanillas del convoy férreo. Están pero no se notan. No estorban, pero tampoco desean perder su virginidad viajera por las vías de un tren que camina hacia un despeñadero, a no ser que se olvide que el humo de la chimenea tiene a todos los viejos, repito a todos, con la tez más negra que el vestido de una viuda alegre, que aparenta su luto exterior, pero disfruta en el interior. En la almoneda nadie compra artículos ennegrecidos por la carbonilla de la corrupción, porque no mancharse ni ir por ahí dejando huellas visibles de una conducta delictiva. Desde el tren paralelo, caminando por vías de anchura europea, observan el trenecillo español, tachándolo de mala copia de alguna película risible de antaño, y se conmueven por el porvenir de una caravana a la que solamente falta que ataquen los indios montados sobre caballos sin ensillar, ni con bocado puesto en su lugar. Los panzudos jugadores, con el chaleco floreado, en el vagón del azar tiran las cartas sobre el tapiz verde apostando si darán agua de millones a la península ibérica, o la dejarán darse un bofetón en el próximo puente que ha sido volado por los graznidos de los pájaros carpinteros y los carroñeros que se repartirán el despojo. Las viejas almonedas eclesiales terminaban bien, en la mayoría de los casos. En otros acudían los miembros de la Santa Hermandad para poner paz en la plebe, conocedora de los chanchullos cometidos, o viendo cómo el cura ignorante era engañado por los monosabios trincones y amigos de lo ajeno, antes que defender el bien de los pobres mendicantes de la feligresía, quienes seguían siendo más carentes de lo necesario para vivir. Tomás de la Torre Lendínez

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