Finales de los años ochenta y primeros de los noventa, la plaga llegó a los envejecidos conventos españoles. Muchos dineros salieron de las arcas monacales femeninas contemplativas para traerse a la península chicas indias, especialmente de la zona sureña oriental de India, donde el hambre era palpable. Llegaban como las cerezas a puñados. Las familias se quitaban bocas que alimentar. Se montó una agencia un poco sospechosa de aquella riada de jóvenes indias, para quienes se preparaban papeles un tanto raros, intermediarios poco fiables pillaban su corretaje por el camino, y las aspirantes a monjas llegaban como agua de mayo repartida por los conventos hispanos. Una priora que en gloria esté me decía: «Somos cuatro, más las cuatro que han llegado hemos renovado nuestras fuerzas, porque la juventud es fuerza e ilusiones permanentes». Buscaron una profesora voluntaria y gratis que enseñó el español a aquella chicas. Me pasaron una cinta de casete para que copiara la música india en copias gratuitas con el objetivo que no echaran de menos su lejana tierra. Las llamaron con nombres castellanizados y sonoros dentro de la historia de la orden religiosa concreta. Fueron tomando los hábitos, comenzaron sus periodos de noviciado, y la felicidad rodeaba aquella comunidad contemplativa. Hubo a primeros de los noventa una corriente delictiva de trata de jóvenes camino de los conventos en el sur de Italia, Roma con Juan Pablo II a la cabeza tomó cartas en el asunto. Enviaron a los obispos una circular para que se investigara todos los casos del resto del mundo. El chorro procedente de India se cortó casi por completo. En aquel feliz convento no pasaba nada de particular. Todo iba como la seda. Hasta que comenzaron a llegar los familiares de algunas de aquellas novicias naturales de la India. Se pusieron a la sombra del monasterio buscando trabajo para los chicos y chicas que venían huyendo de la geografía del hambre. Todos eran hermanos o hermanas de las futuras monjas contemplativas. Un buen día, una de las aspirantes salió, con la ayuda de alguien, del convento. La esperaba un paisano indio en su coche. Nada más se supo de aquella fuga. Aunque el asunto llegó hasta el obispado. En los últimos quince años, fueron muriendo las ancianas, y las jóvenes indias fueron sumadas a otro convento de la orden. Cuando llegaron allí, tardaron un mes en pedir la dispensa de votos religiosos. El edificio del viejo convento está cayéndose, cerrado a cal y canto. No me extraña nada lo que ha ocurrido en el monasterio de Santiago de Compostela, porque lo he vivido. Tomás de la Torre Lendínez
El fracaso de las chicas indias en algunos monasterios
| 26 enero, 2016
Decía Santa Teresa: «Que ninguna entre en el convento para remediarse…»
Don Tomás muy acertado y clarificante su artículo, esa es la realidad. La mies es mucha y pocos los obreros, imploremos al dueño de la mies que mande obreros voluntarios y con ganas de trabajar.
PAX a todos.