Algunos se preguntan sobre la existencia del infierno, porque oyeron decir que con el Vaticano II esa creencia había pasado a mejor vida. Pero el Concilio no ha renunciado a lo que la Iglesia enseñó desde el principio y ratificó en diversos concilios, en la profesión de fe de Pablo VI, en la continuada doctrina de los últimos papas y en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 133-137). Así dice el Concilio Vaticano II: ‘Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb., 9,27), si queremos entrar con Él a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt., 25,41), a las tinieblas exteriores en donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’ (Mt., 22,13-25,30) (Lumen Gentium 48). No podía el Concilio hablar de otro modo, pues recoge las palabras claras y reiteradas de Jesús, cuando dice: ‘Apartaos de mí, malditos al fuego eterno’, en claro paralelismo con aquellas otras: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino’ (Mt 25, 34). Por eso el Señor instaba continuamente a la vigilancia y acudía a la doctrina de los dos caminos, para que no nos llamemos a engaño.
Esta doctrina no se opone a la misericordia del Señor que, mientras vivimos en la tierra, siempre está dispuesto a ejercerla, por eso el infierno no se sitúa en parangón desde el proyecto salvador divino, pues mientras el Padre celestial no deja de conducirnos por la Palabra, los Sacramentos y la acción continua del Espíritu hacia la patria definitiva, es el hombre el que, permaneciendo en el pecado mortal, se separa de Él por ‘su propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra ‘infierno» (Catecismo n. 1033).
Ante esta realidad, la persona se pregunta cómo sabe si está excluido de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Siempre lo sabrá antes de la muerte, cuando su obstinación en el pecado grave es constante y responsable. Por esto en el lenguaje popular se afirma que el infierno está aquí abajo: en la amargura de sentirse lejos de la comunión con Dios y los hermanos; en la tristeza de no sentirse en paz consigo, con los demás y con Dios; en la angustia de vivir en constante teatro ante los otros, aparentando lo que no se vive, o viviendo lo que no se cree; en la ansiedad de vivir fugitivo de la propia persona de si mismo huyendo siempre de la Luz que puede hacer que los demás vean las arrugas y las manchas que el propio sujeto se ha echado encima.
Por lo tanto, lo mejor es vivir y elegir el camino de la Luz, esa misma que nacerá dentro de unos días y que celebraremos gozosamente su aniversario en la fiesta de la Navidad. Esa Luz es la única que nos pide que dejemos la ropa vieja y sucia y nos revistamos de la túnica blanca de la ternura del Niño nacido en Belén.
Tomás de la Torre Lendínez