Dedicado a los que aborrecen a Juan Pablo II en los altares

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El anuncio de la beatificación de Juan Pablo II ha desatado los malos humores de los de siempre. De los que dicen amar a la Iglesia, estando dentro de ella metidos en el caballo de Troya, y salen de noche a echar basura sobre las personas que estamos en la Iglesia y la amamos como es: simul sancta et pecatrix.

Estos “puros” que desean una Iglesia según sus propias vidas tronchadas en las que nunca pudieron llegar a nada, y renegaron de lo que eran para no ser nadie, ahora se erigen en jueces de la vida de un futuro Beato, tan grande que pasará a la Historia con mayúsculas, cuando estos enanos escribientes no les recordará ni su propia prole.

Los que les duele la beatificación de Juan Pablo II son los de siempre. Los que desearían diseñar una Iglesia, bajo el esquema marxista, que es un fósil metido en el museo más negro de la historia humana del siglo pasado.

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Los que les duele la beatificación de Juan Pablo II son los de siempre. Los que van en retirada, siendo una minoría de jubilados amargados por sus años y goteras de salud, a quienes no les lee ni les oye nada más que un par de palmeros tan viejos tristes como ellos.

Los que les duele la beatificación de Juan Pablo II son los de siempre. Los que presumen que sus ideas son las que “debería” defender la actual Iglesia, la cual, sabia, madre y maestra, está conducida solamente por el Espíritu Santo. Así que estos últimos filipinos deben tomar sus armas y bagajes e irse a una residencia de la tercera edad a prepararse a bien morir.

Los que les duele la beatificación de Juan Pablo II son los de siempre. Los que no tragan a quien no piensen como ellos. Están contra los kikos, contra los focolares, contra el Opus Dei, contra los carismáticos, contra Comunión y Liberación, contra la Asociación Católica de Propagandistas…. contra todo lo que se mueva en el paisaje eclesial de los últimos cien años y no sean de su cuerda.

Los que les duele la beatificación de Juan Pablo II son los de siempre. Los que se rodean de un episcopologio hecho a medida, que solamente son figuras decorativas colgadas en la pared de la vaciedad sin sentido en la que todo es vaciedad.

En mi opinión, la santidad de Juan Pablo II tuvo unos jueces claros: el día de su entierro, el pueblo cristiano reunido en la plaza de San Pedro, proclamaba su santidad: “subito”. El sentido común de la fe cristiana del pueblo, presidido por su jerarquía, es la presencia del Espíritu Santo.

Los de siempre, deben meterse la lengua en la boca, porque nunca aciertan, y mira que les gusta pronosticar.

Tomás de la Torre Lendínez

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