Conocí a José Luis Martín Vigil. Hasta ese momento me había embaulado todas sus novelas. Era el año 1968 a finales de noviembre. El florido mayo francés nos había motivado unas erupciones cutáneas y mentales a bastantes jóvenes estudiantes de la Universidad granadina.
Su novela “Los curas comunistas” la tenía subrayada, casi me la sabía de memoria. Era el ideal de cura que tenia en el horizonte de un estudiante de Teología en la Facultad de la Cartuja de Granada.
En aquel noviembre, yo pasaba un proceso de conversión mental y filosófica de la materia al espíritu, de la estructura de moda a la búsqueda de la trascendencia divina sin frenos de mano ni automáticos.
Martín Vigil estuvo dando una conferencia en un colegio mayor. Tras la misma, en la cena, participamos en el diálogo abierto que duró hasta altas horas de la noche. En ese encuentro concluí que mi paso de búsqueda mental y espiritual debía se más rápido y con un mayor compromiso con la Iglesia de Cristo, donde estaba como alumno de un Seminario que algún día me presentaría a ser ordenado sacerdote por el obispo diocesano.
Cuando acabó el acto, mantuve tres minutos de conversación directa con el gran escritor de la época. Me clavó sus ojos tras sus gafas de pasta negra y me dijo: “Sé coherente. Esta es la hora de los valientes”. Esta sentencia me sirvió para alcanzar mi libertad de espíritu y llegar a la tierra de la libertad de los hijos de Dios, que está en la Iglesia Católica.
Se acabaron mis noches oscuras y zozobras personales. La suerte ya estaba echada. El seguimiento de Cristo dentro de la Iglesia sería la única meta de mi vida. Con luces y sombra llego hasta ahora.
Cuando estos días se publica su testamento sobrecogedor, confieso que he sido un lector de Martín Vigil desde adolescente. Sus libros me han hecho mucho bien, pero su sentencia sobre aquel dudoso presente fue una daga florentina clavada en lo más hondo de mi conciencia.
Le dí las gracias. Y se las sigo dando muchas veces más. Sin querer me arrancó de las garras de un voraz y terrible pensamiento filosófico que estaba en la moda del ambiente estudiantil de entonces.
Nunca más le vi en persona. Solamente leía sus libros y conocía el ocaso de su influencia social y algunas personas me hablaron sobre otras derivaciones de su vida privada.
Al año de su muerte, me alegra ese valiente testamento y la última entrevista publicada en el semanario Alba lo demuestra: su vuelta a Dios cuando estaba en la antesala de la llamada final a irse a la casa del Padre.
Dejo este post colgado en el Blog El Olivo, como prueba de mi agradecimiento a Martín Vigil, cuya alma tuve presente en la Eucaristía que celebré anoche en la parroquia. Es lo que él quiso al final: oraciones.
Tomás de la Torre Lendínez