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María, nueva Eva

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Cándido Pozo SJ, BAC (Madrid 2005) 496 páginas.

Solamente la Inmaculada puede revertir el proceso de protestantización al que la Iglesia Católica está siendo sometida, es decir, el cáncer modernista, que se halla en fase de metástasis, en el entero cuerpo eclesial y de ahí la importancia de que conozcamos bien todo lo que la fe católica nos dice de la destructora de todas las herejías: «Cunctas haereses sola interemisti». Este trabajo es fruto de otros precedentes del autor y para su elaboración toma como punto de referencia la encíclica Redemptoris Mater de Juan Pablo II; además de dedicar una especial atención tanto a los temas bíblicos como a las grandes aportaciones de los santos. He aquí un breve resumen de los cuatro dogmas marianos.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda el vínculo entre la vida espiritual y los dogmas. Cuando el Magisterio de la Iglesia, con la autoridad recibida de Cristo, propone a los fieles de forma definitiva las verdades de fe contenidas en la Revelación, o relacionadas con ella, ayuda a los fieles a encontrar el camino de la verdadera libertad interior. Así ocurre con los dogmas marianos.

  1. Maternidad Virginal

La mención de María como Madre Virgen ya está presente en las más antiguas fórmulas abreviadas de la fe, de las cuales el mártir San Ignacio de Antioquía (+107) ya es testigo y transmisor: «Al príncipe de este mundo le ha sido ocultada la virginidad de María, y su alumbramiento, al igual que la muerte del Señor: tres misterios sonoros, que fueron realizados en el silencio de Dios» (Ad Efesios 19,1). El Hijo de Dios se ha hecho carne en las purísimas entrañas de María por la sola acción del Espíritu Santo, sin concurso de varón. La que era Virgen antes de la concepción, permanece siempre Virgen, también durante el parto y después de él. Por eso, Jesucristo, «nacido de mujer» (Gal 4, 4), es verdaderamente Hijo del Padre celestial según la naturaleza divina e Hijo de María según la naturaleza humana. La maternidad virginal de María Santísima es expresión de su total pertenencia al Señor: entregándose libremente al plan de Dios, sin reservarse nada para sí, recibe la fecundidad plena. María Virgen es Madre del autor de la vida.

  1. Maternidad divina

La comprensión creciente del misterio de Cristo ha ido siempre acompañada del esclarecimiento, también creciente, de las verdades relativas a María. La validez del título Madre de Dios aplicado a la Virgen, fue recordada solemnemente en el concilio de Éfeso (431). Estas son las palabras de San Cirilo de Alejandría en tal ocasión: «Te saludamos, oh María Madre de Dios, verdadero tesoro del universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado aquel que es llamado bendito por excelencia». Precisamente, por ser la Madre de Jesús, María es verdaderamente Madre de Dios. El que fue concebido por obra del Espíritu Santo y fue verdaderamente Hijo de María, es el Hijo eterno de Dios Padre, Dios mismo. La maternidad divina de María declara al mundo la cercanía de Dios, abriéndonos al realismo de la Encarnación: aquel que María concibió como hombre, es Hijo del eterno Padre, «Dios con nosotros» (Mt 1, 23).

  1. Inmaculada Concepción

Para ser la Madre del Salvador, «María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (Lumen gentium 56). En el momento de la Anunciación, el arcángel Gabriel saludó a María como «llena de gracia» (Lc 1, 28). A lo largo de los siglos la Iglesia ha tomado conciencia de que quien es así llamada había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado por el beato Papa Pío IX. Por la sobreabundante gracia de Dios y en previsión de los méritos de Jesucristo, María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su existencia. San Maximiliano Mª Kolbe, con la sabiduría de los santos, rezaba así: «Donde tú entras, oh Inmaculada, obtienes las gracias de la conversión y la santificación, ya que toda gracia que fluye del Corazón de Jesús para nosotros nos llega a través de tus manos». Tres aspectos de nuestra fe fueron subrayados de modo singular con la proclamación de este dogma: a) la estrecha relación que existe entre la Virgen María y el misterio de Cristo y de la Iglesia; b) la plenitud de la obra redentora cumplida en María, c) la absoluta enemistad entre María y el pecado.

  1. Asunción

Con la misma crecida inteligencia, obra del Espíritu Santo que lleva a la verdad plena (cf. Jn 16, 13), el Papa Pío XII proclamó, el 1 de noviembre de 1950, que la Virgen Inmaculada: «terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte». Al ser asunta (tomada, llevada) al cielo en cuerpo y alma, la Virgen María participa de modo singular en la resurrección de su Hijo, anticipándose en ella la resurrección de los demás cristianos que acontecerá al final de los tiempos, cuando Cristo venga en gloria. Contemplando a María, la toda santa, la Iglesia ve en ella lo que ella misma está llamada a ser.

Todo cuanto la fe católica cree acerca de la Virgen María ilumina la fe en Cristo, pues en Él encuentra su fundamento. En ella resplandece el triunfo de la gracia, la redención cumplida en una criatura humana. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia modelo de fe y de caridad. Asociada de modo único a la misión del Redentor para restablecer la vida sobrenatural en los hombres, María Santísima ha sido hecha madre nuestra en el orden de la gracia (Lumen gentium 61). En María, la Madre Virgen, verdadera Madre de Dios, concebida Inmaculada y asunta a los cielos en cuerpo y alma, brilla sobremanera la obra de Cristo Redentor.

En el concilio Vaticano II se enfrentaron dos posiciones, la primera sólidamente católica, continuaba el gran movimiento mariano del siglo XX que tras la proclamación del dogma de la Asunción, auguraba la proclamación por parte del Papa y de los obispos reunidos en concilio, del dogma de María Medianera de todas las gracias. No puede dudarse de que la Virgen ejerce un influjo inmediato y actual en la aplicación de la Redención a los hombres, o sea, en la distribución de todas las gracias debido a su maternidad divina, origen de todos sus privilegios. Esta tendencia era conocida como «cristotípica» porque destacaba la íntima conjunción de Cristo y de su Madre en la única acción de salvación. La otra tendencia, minada por el protestantismo, afirmaba que el papel de la Virgen estaba subordinado al de la Iglesia, a la que competía el primer lugar después de Cristo y de la que María no era más que un miembro. Sus privilegios eran así entendidos en el interior de la Iglesia, de la que ella era «tipo» y modelo, de ahí que a esta concepción se la designase como «eclesiotípica»[1].

Como en todo lo demás, en el concilio se alcanzó una solución de compromiso, un acuerdo de mínimos, que dicho sea de paso se inclinaba siempre a las posiciones modernistas-progresistas; al nombrar Pablo VI a María Madre de la Iglesia el 1 de noviembre de 1964 en un pobre remedo de la proclamación del dogma de la Asunción. El famoso lema maximalista de San Bernardo: «De María nunquam satis», de María nunca se dirá suficiente, era sustituido por un enfoque minimalista dictado por la obsesión del acercamiento, tan ignorante como absurdo dada la situación de descomposición a nivel doctrinal y sociológico, del protestantismo. Se entraba así en el «invierno mariológico» del que hablara René Laurentain y que a pesar de la encíclica Marialis Cultus de Pablo VI, no comenzó a derretirse hasta la llegada de un papa mariano: Juan Pablo II.

Esta es una obra de sólida teología católica elaborada por uno de los teólogos españoles más competentes del siglo XX que participó como perito en el concilio Vaticano II plantando cara a la mayoría progresista que se había apoderado de él. La verdadera devoción a la Virgen enraizada en la Tradición y la Sagrada Escritura nos preservará de ser contaminados por la protestantización-mundanización-secularización que desde el Vaticano II está desnaturalizando y destruyendo el catolicismo.

[1] Cf. Roberto De Mattei, Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo Legens (Madrid 2018) 261-262.

 

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