La reforma de la liturgia romana (VII)

Klaus Gamber, Ediciones Renovación, Madrid 1996, 74 páginas
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Capítulo 5

La nueva ordenación de la Misa y los ciclos de lecturas

De todo lo que se ha promulgado en estos últimos años con respecto a las innovaciones litúrgicas, muchos cambios, a la larga, se han revelado inútiles y perniciosos para la vida espiritual de la Iglesia. Como hemos visto, el Vaticano II había pedido en la constitución sobre la Sagrada Liturgia un nuevo ordo missae y en el n. 50 propugnaba una revisión del ordinario existente, proponiendo sólo ideas generales a este respecto, sin aplicarlas a puntos precisos y sin fijar un plazo. Sólo se indicaba en el n. 25, que los trabajos deberían ser emprendidos «cuanto antes». No habían pasado ni cinco años (1969) después del concilio, cuando se puso a punto y se sometió a la aprobación de Pablo VI un nuevo ordo missae. La promulgación se efectuó así de manera apresurada y autoritaria.

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Desde aquel momento la resistencia contra el nuevo rito no dejó de crecer en la Iglesia, pues hasta prestigiosos cardenales, como dijimos anteriormente, se pronunciaron en contra. Es interesante hacer constar que éstos no sólo pertenecían al bando de los denominados conservadores, sino también al de los progresistas. Estos últimos, especialmente, porque sostenían que no se habían tenido en cuenta algunos de sus deseos y porque el conjunto constituía, evidentemente, una solución de compromiso poco satisfactoria. Esta es la causa principal por la que los modernistas no respetaron el nuevo rito y, a pesar de las advertencias de Roma, no lo harán tampoco en el futuro. Continuarán experimentando, inventando, por lo que el desorden litúrgico continuará en aumento. Por su parte, los conservadores no entienden el sentido de todas estas innovaciones que han destruido una antiquísima tradición, sin reemplazarla por algo mejor. No obstante, la mayoría de los conservadores, sienten escrúpulos de conciencia, por lo que observan las nuevas rúbricas fielmente.

De hecho, fue el gran número de sacerdotes mayores los que más contribuyeron a que se implantase tan rápidamente el nuevo rito sin mayores dificultades. No quisieron pasar por anticuados y retrógrados a los ojos de los sacerdotes más jóvenes y de los fieles mientras, desde la misma Iglesia, eran bombardeados por una lluvia de mantras del género: «hay que adaptarse al mundo», «hay que modernizarse». Otros, debido al sentido de la obediencia jesuítico que les habían inculcado, habían aprendido a obedecer incondicionalmente a los dictados de las autoridades eclesiásticas, aunque no comprendieran el sentido de estas innovaciones. No podían imaginar qué fuerzas se enfrentaban en la reforma litúrgica.

Este enfrentamiento de fuerzas en el seno de la Curia romana no salió a la luz en el momento, ni siquiera para las personas iniciadas. En el futuro se verá más claro porque la investigación litúrgica pone en evidencia las verdaderas fuentes del nuevo ordo missae que no se encuentran enraizadas en la Tradición de la Iglesia primitiva. Más bien hay que buscarlas en la época actual.

Se encuentran grandes semejanzas con el rito de los «vetero católicos» alemanes, seguidores de Dollinger, que en 1870 se separaron de la Iglesia al no aceptar la definición de la infalibilidad papal realizada por el concilio Vaticano I (Const. Pastor aeternus). De este tenor son la breve preparación penitencial actual al inicio de la Misa, la forma de la oración universal, por no decir el uso exclusivo de la lengua vernácula (de origen protestante y reclamada por el jansenismo), la respuesta de los fieles a las lecturas («Te alabamos Señor», «Demos gracias a Dios») y la apropiación de ciertas oraciones privadas del sacerdote transformándolas en fórmulas pronunciadas en voz alta. De hecho, cabe destacar de una manera especial el uso, completamente extraño al rito romano y también al oriental, de recitar el Padre Nuestro por el sacerdote y el pueblo simultáneamente. La aclamación: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria…», recitado por los fieles a continuación del Padre Nuestro, está sacado directamente del culto protestante. Pero sobre todo la desviación consistente en poner el acento en el carácter de cena que tiene la Misa («celebración eucarística»), desplazando fuertemente a un segundo plano su intrínseco carácter sacrificial, es de origen totalmente protestante.

La palabra sacrificio fue suprimida de la Ordenación general del misal romano de 1969 que exclusivamente denominaba a la Misa «Eucaristía». Por el contrario, Sacrosanctum concilium habla claramente siempre de «Sacrificio de la Misa» (nn. 49 y 55). Era claro que la definición de la Misa que se había dado en la primera versión del nuevo ordo missae (a. 7) estaba sacada de la teología de la cena protestante. «La cena del Señor o Misa es la sinaxis sagrada o asamblea del pueblo de Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor». Que esta definición se encuentre en un documento firmado por Pablo VI que, a continuación, tuvo que corregir dicha definición, muestra de forma brutal el estado de confusión que reina desde entonces en la Iglesia.

Gran número de elementos nuevos encontraron un lugar en el nuevo ordo missae, como los ritos iniciales. De esta forma el nuevo ordinario impidió una reforma auténtica de la Misa dentro de lo apuntado en el Vaticano II. La Iglesia no necesita un nuevo ordo missae sino una vida espiritual floreciente, gracias a la cual la crisis de fe, que también lo es de autoridad, pueda ser superada. Y en esta crisis de autoridad, una buena parte de la culpa incumbe a la misma Roma. La vida no excluye el orden ni la autoridad, sino todo lo contrario, la vida, sobre todo la espiritual, no puede prosperar sino en el orden. Puede prosperar en un orden que parezca, a primera vista anticuado, como el rito tradicional. Para reavivarlo en nuestros días era innecesario un nuevo ordinario de la Misa. Piénsese en la vida espiritual y litúrgica que florecía antaño, bajo regímenes socialistas totalitarios en los que la Iglesia tenía que refugiarse de nuevo en las catacumbas. Y hoy día, a pesar de la nueva liturgia «adaptada a los tiempos», las iglesias se vacían cada vez más, precisamente ahora que la Iglesia lo intenta todo para ser bien vista por el mundo.

Un grupo de liturgistas modernistas elaboraron una selección de lecturas para la Misa que las autoridades romanas competentes hicieron obligatorias sin mayor discernimiento. Esta tarea, hecha deprisa, ha eliminado en la Iglesia romana lecturas que se remontaban a más de mil años de antigüedad. Hubiera sido bueno que el Misal tradicional se enriqueciera con nuevas lecturas. Desde el punto de vista del rito romano tradicional, no hubiera habido nada que objetar si se hubieran previsto lecturas propias para las ferias y para los domingos ciclos de lecturas suplementarias. Sin embargo, la nueva organización de las lecturas ha eliminado totalmente las que había en curso, por lo que una tradición inmemorial se ha interrumpido bruscamente. Dicha selección de pasajes fue guiada netamente por puntos de vista eminentemente exegéticos y nada por las leyes de la liturgia, según las cuales hasta entonces se escogían las lecturas de la Iglesia. De tal manera que, antes del Vaticano II, la Sagrada Escritura se encontraba en función de la liturgia, mientras que ahora es a la inversa, es la liturgia la que está al servicio de la Biblia. La influencia protestante de la primacía de palabra por encima del rito es innegable.

Antaño, la elección del pasaje evangélico se hacía en función de la solemnidad que se celebraba. En cambio, y en conformidad con la concepción del culto protestante, la nueva organización de lecturas sirve en primer lugar para «la instrucción de la asamblea». Esto nuevos ciclos de lecturas han sido visiblemente fabricados por biblistas sin experiencia pastoral alguna. De ahí que no se hayan molestado en reflexionar que la mayoría de los fieles no comprende esta correlación de la Escritura. Carecen de conocimientos de la historia de la salvación anterior a la venida de Cristo, consecuentemente, ni el Pentateuco, ni el Libro de los Reyes o los profetas, les dicen absolutamente nada. Por ello la mayor parte de las nuevas lecturas extraídas del Antiguo Testamento, pasan sin pena ni gloria por las mentes de los fieles.

Desde la Antigüedad existían numerosas opciones de lecturas tanto en las iglesias de Oriente como en las de Occidente, por lo que causa perplejidad que no se haya recurrido a estas colecciones antiguas que se remontan a los siglos IV y V. Hubieran encontrado una gran riqueza, pero parecía que deliberadamente querían hacer desaparecer la Tradición. Como para las otras reformas litúrgicas surgidas al amparo del último concilio, se ha interrumpido, estableciendo los nuevos ciclos de lecturas, una tradición inmemorial, que se remonta en su mayor parte a más de mil quinientos años atrás, sin haberla sustituido por algo mejor. Desde un punto de vista pastoral, habría tenido que conservarse la antigua distribución de la Misa tradicional romana y, autorizar lecturas complementarias «ad libitum». Esto si hubiera sido una verdadera reforma, es decir, un retorno a la forma original sin destruir lo que existía.

Pero la manera en que se ha realizado, abandonando tanto la Tradición de la Iglesia de Occidente como la de Oriente, produjo el aventurarse en el peligroso sendero de la experimentación, negando la posibilidad de regresar fácilmente a los antiguos usos. De ahí que no debamos extrañarnos de que los clérigos progresistas fueran aún más lejos en la renovación de la liturgia y en lugar de lecturas bíblicas leyeran artículos de prensa, poesías, pasajes de Gandhi o Martin Luther King, cuando no textos de Karl Marx, Lenin, Mao Tse Tung o Ché Guevara. Destruir un antiguo orden es algo relativamente fácil, crear uno nuevo es difícil.

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