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La reforma de la liturgia romana (VI)

Klaus Gamber, Ediciones Renovación, Madrid 1996, 74 páginas
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Capítulo 4 (segunda parte)

La siguiente parte de la Misa en el nuevo misal es titulada «liturgia eucarística». No obstante, esta denominación no es satisfactoria puesto que le falta toda alusión al hecho de que la Misa es un sacrificio, parece que se buscara la reducción de los cuatro fines de la Misa. La segunda parte de esta «liturgia eucarística» se titula en el misal nuevo como «oración eucarística», la antigua denominación de la liturgia romana era «oblación de sacrificio». En esta parte es donde se encuentran las modificaciones más importantes con respecto al rito anterior y la menos significativa es la posibilidad, en sí misma, de elegir entre diversos prefacios porque ya en los libros sacramentales de la Edad Media existía esta opción.

En cambio, las tres nuevas plegarias eucarísticas constituyen por sí mismas una ruptura completa con la Tradición católica. Se han compuesto de nuevo siguiendo modelos orientales y galicanos y representan un cuerpo extraño al rito romano. Por no mencionar que hay teólogos que hacen serias objeciones relativas a ciertas partes de su formulación[1]. La plegaria eucarística de los ritos orientales denominada «anáfora», es decir, plegaria sacrificial, tiene una estructura diferente a la del canon romano.

La modificación ordenada por Pablo VI de las palabras de la consagración y de frase que le sigue (Mysterium fidei), ambas empleadas en la liturgia romana desde hace más de mil quinientos años, no estaba prevista por el Vaticano II además de carecer de utilidad pastoral alguna. La traducción de «pro multis» como «por todos», que se refiere a la nouvelle theologie, no se encuentra en ningún texto litúrgico antiguo por lo que ha resultado escandalosa, aparte de constituir una tergiversación de las palabras bíblicas literales[2]. El sentido de la expresión «pro multis» se encuentra, entre otros autores, en San Juan Crisóstomo en sus Homilías sobre la Epístola de los Hebreos (17, 2), a propósito del pasaje 9, 28: «Cristo fue sacrificado para quitar los pecados de un gran número, pero ¿por qué dijo “de un gran número” y no “de todos”? Porque no todos han llegado a la fe. Ciertamente murió por todos, a fin de salvar a todos, ya que su muerte compensaba la perdición de todos los hombres. Pero no quitó los pecados de todos, pues ellos mismos no lo deseaban»[3]. Desde el punto de vista del rito, causa honda extrañeza que se hayan podido retirar las palabras «Mysterium fidei» (cf. 1 Tim 3, 9) insertadas en las palabras de la consagración desde el siglo VI. Así se les han dado un nuevo significado jamás utilizado.

La aclamación de los fieles «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven Señor Jesús», es extraña a los ritos orientales, a todas las plegarias eucarísticas occidentales y no encaja tampoco en absoluto con el estilo del rito romano. Representa una absurda ruptura con el discurso, pues mientras nos estamos dirigiendo a Dios Padre, de pronto y bruscamente lo hacemos al Hijo. Ha de mencionarse también que el «Ven Señor Jesús», hace referencia a la venida escatológica de Cristo en la parusía, en la gloria. Sin embargo, no es ese el momento en que se encuentra la celebración eucarística, sino el de la presencia real que, de este modo, parece reducida a un símbolo al igual que ocurre en diversas ramas del protestantismo (sustitución del concepto de transubstanciación por «transignificación»).

La tercera parte de la «liturgia eucarística» se titula «Comunión», al comienzo de la cual se encuentra el Padre Nuestro que ya no es recitado solamente por el sacerdote, como siempre se rezó durante tantos siglos, sino por el sacerdote y el pueblo, democráticamente unidos. Costumbre importada de los ritos orientales y, por consiguiente, ajena al rito romano. La oración que le sigue, «Líbranos Señor», ha sido modificada omitiendo mencionar a la Madre de Dios, los ángeles y santos, dándosele un nuevo final con la proclamación por el pueblo de la doxología «Tuyo es el reino…», constituyendo una clara copia del culto protestante. De igual manera, las oraciones y el rito de la comunión han sufrido profundas modificaciones, aunque no hablaremos aquí de la moderna comunión en la mano (de origen calvinista) y su problemática, puesto que no estaba previsto en el Ordo Missae de 1969.

En definitiva, la pregunta es la siguiente: ¿qué se ha querido obtener con estas modificaciones? Realizar las opiniones favoritas de algunos liturgistas modernos a costa de destruir un rito de más de mil quinientos años de antigüedad. Los acentos que se han querido introducir se encuentran en contradicción con el universo de la fe a partir del cual se desarrolló el antiguo rito. En todo caso, desde el punto de vista de un concilio pastoral, estas modificaciones eran inútiles y constituyen por sí mismas una destrucción de la antigua liturgia. Si se añaden a los cambios mencionados las numerosísimas prescripciones para posibles opciones, se ha contribuido a introducir la mayor arbitrariedad en la «organización» de la Misa. Por ejemplo, cuando se propone como alternativa al tradicional Credo de la Misa el Símbolo de los Apóstoles.

Así se abre la puerta, de par en par, a la confección de la Misa por el celebrante y los fieles. Por ello, casi en cada parroquia se han elaborado formas del Ordo Missae diferentes, de las que la mayoría se alejan considerablemente de lo que el misal oficial presenta como norma, negándose las autoridades eclesiásticas a intervenir para poner coto a todo tipo de abusos ¿Qué se ha ganado con la nueva liturgia de cara a la «participación activa» de los fieles tan deseada por el Vaticano II? Nada que no se hubiera podido obtener sin modificar sustancialmente el rito romano tradicional como la proclamación de las lecturas en lengua vernácula (que ya se venía haciendo años antes del Vaticano II), eventuales lecturas dominicales suplementarias y una lectura continuada para los días de la semana o la recuperación de la oración universal antes del ofertorio. Todo esto hubiera sido suficiente.

De todas formas, en Sacrosanctum concilium n. 36 no se trataba en absoluto de imponer el empleo exclusivo de la lengua vernácula, lo que en nuestros días constituye un aldeanismo en una época de turismo de masas y grandes desplazamientos masivos de personas. Tampoco se encuentra en el documento nada que se refiera a la supresión del canto gregoriano ni a que la celebración de la Misa se realice de cara al pueblo. Desgraciadamente, no se han contentado con algunas reformas cosméticas, han contradicho la recomendación de Sacrosanctum concilium n. 23: «Sólo se harán innovaciones si la utilidad de la Iglesia las exige verdadera y ciertamente». Han querido más, han querido mostrarse abiertos a la equívoca nouvelle theologie, abiertos al mundo.

Por esto, los artífices del nuevo rito de la Misa no pueden apelar al Vaticano II, aunque por otra parte no cesen de hacerlo. Las instrucciones dadas por el concilio están escritas de forma general a fin de permanecer deliberadamente abiertas a diversas soluciones, tanto católicas como modernistas. En cualquier caso, lo cierto es que el nuevo Ordo Missae no hubiera recibido la conformidad de la mayoría de los padres conciliares.

[1] Cf. Alfredo Ottavian-Antonio Bacci, Breve examen crítico del novus Ordo Missae, Roma 1969.

[2] Recogidas primero en el cuarto Cántico del Siervo de Yahvé de Is 53, 11-12, en Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 19-20.

[3] Se trata de la diferencia entre la redención objetiva, merecida por Cristo para todos los hombres en la cruz y, la redención subjetiva, que cada hombre debe apropiarse por la fe y las obras (S. Th. III, q. 49, a. 4)

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