PUBLICIDAD

La reforma de la liturgia romana (IV)

Klaus Gamber, Ediciones Renovación, Madrid 1996, 74 páginas
|

Capítulo 3

¿Tiene el Papa atribuciones para cambiar el rito?

En primer lugar, conviene aclarar el concepto de rito, que puede definirse como: las formas reguladoras del culto que, remontándose hasta Cristo, han nacido, una a una, a partir de la costumbre general, sancionándose después por la autoridad eclesiástica. De esta definición se deducen las siguientes conclusiones:

Al nacer el rito de la costumbre general no puede ser recreado en su totalidad. Incluso en su principio, las formas de la liturgia cristiana no constituyeron una realidad fundamentalmente nueva. De la misma manera que la Iglesia primitiva se distanció progresivamente de la Sinagoga, así las formas litúrgicas de las jóvenes comunidades cristianas también se separaron progresivamente del ritual judío. Esto es válido tanto para la celebración de la Eucaristía, que se encuentra en íntima relación con las comidas rituales de los judíos (la Pascua), como para las partes más antiguas del Oficio Divino, que se establecieron a partir de la liturgia de la oración sinagogal. Después de Pentecostés, los nuevos bautizados seguían tomando parte en el culto del templo[1]. Lo que verdaderamente había de novedad en el culto cristiano, el memorial del Señor estaba al principio orgánicamente ligado al rito judío de la fracción del pan. Durante los cuatro primeros siglos de la Iglesia no se empleaban los mismos textos litúrgicos, sin embargo, el culto cristiano se desarrollaba en todas partes prácticamente de igual forma.

Como el rito se ha desarrollado en el transcurso de los tiempos, podrá continuar haciéndolo en el futuro. No obstante, este desarrollo debe tener en cuenta la intemporalidad de cada rito y efectuarlo de manera orgánica. El hecho de que el cristianismo se convierta en la religión del Estado trajo como consecuencia un mayor desarrollo del culto[2]. La Misa no se celebró más en pequeñas iglesias domésticas sino en suntuosas basílicas, prosperó el canto litúrgico y en todos los lugares se celebró el culto con gran solemnidad. Este enriquecimiento litúrgico contribuyó a la formación de ritos diversos, apoyándose su expansión en el carisma de obispos de renombre. En definitiva, era su prestigio lo que daba lugar a nuevos formularios de la Misa, como es el caso de San Ambrosio en Milán. Pero este desarrollo se ha efectuado siempre de manera orgánica, sin ruptura con la Tradición y sin una intervención dirigista de las autoridades eclesiásticas. Éstas no tenían otra preocupación en los concilios plenarios o provinciales que evitar irregularidades en el ejercicio del rito.

a) Cada uno de los ritos ha recorrido una evolución autónoma, en el transcurso de la cual se han formado sus particularidades específicas. Este es el motivo por el que no se pueden intercambiar entre ellos elementos de ritos diferentes. Por ejemplo, no se puede utilizar una «anáfora» u oración eucarística oriental o algunas de sus partes en la liturgia romana, como se hace en el rito de la Misa nueva. Según la legislación canónica, el rito en el que se realiza el sacramento del Bautismo es siempre determinante[3].

b) Cada rito constituye una unidad homogénea, por lo tanto, la modificación de cualquiera de sus componentes esenciales significa la destrucción del rito. Exactamente esto fue lo que ocurrió cuando Lutero hizo desaparecer el canon de la Misa y enlazó el relato de la institución directamente con la distribución de la comunión. Así la Misa romana quedó destruida, aunque se conservaran todavía ciertas formas externas católicas, que fueron siendo paulatinamente eliminadas. En consecuencia, una vez abandonado el antiguo rito, en los templos protestantes se sucedieron nuevas reformas litúrgicas.

c) El regreso, en casos aislados, a formas primitivas de la liturgia no significa que el rito se modifique. De esta forma no existió ruptura en el rito romano tradicional cuando San Pío X restauró el canto gregoriano en su primitiva forma[4]. Del mismo modo, la reforma de la vigilia pascual efectuada bajo Pío XII (1950) no supuso un cambio del rito romano. Incluso la nueva versión de las rúbricas en 1962, bajo Juan XXIII, que introducía modificaciones bastante profundas, no supuso un cambio de rito propiamente dicho. Como tampoco supuso un cambio en el ordinario de la Misa (Ordo Missae) el misal publicado en 1965, que siguió inmediatamente al Vaticano II, ordinario cuya validez no llegó a durar ni cuatro años.

Como se mostró con anterioridad, la autoridad eclesiástica no ha ejercido nunca influencia notoria en la evolución de las formas litúrgicas. Se ha limitado a sancionar el rito nacido de la costumbre y aún eso lo ha hecho tardíamente y en Occidente solamente después del concilio de Trento. A esto hace alusión Sacrosactum concilum n. 22 al referirse al Código de Derecho Canónico de 1917: «El gobierno de la sagrada liturgia depende únicamente de la autoridad de la Iglesia: pertenece a la Sede Apostólica y, dentro de las reglas del derecho, al obispo […] por lo que absolutamente ninguna persona, aunque sea sacerdote, puede por propia cuenta añadir, quitar o cambiar cualquier cosa dentro de la liturgia»[5].

El Vaticano II no ha explicado en detalle lo que se debe entender por «el gobierno de la sagrada liturgia». De acuerdo con las costumbres existentes, no se puede tratar de una completa reorganización del rito de la Misa, ni de la totalidad de los libros litúrgicos, tal y como se ha vivido. Se puede deducir del contexto que los padres conciliares querían ante todo impedir que cada sacerdote confeccionase los ritos a su manera, lo cual, actualmente, es moneda corriente. Los reformadores litúrgicos tampoco pueden apoyarse en Sacrosactum concilium n. 25: «los libros litúrgicos serán revisados cuanto antes». El ordinario de la Misa publicado en 1965 muestra como en su origen y de acuerdo con las decisiones del Vaticano II, se había concebido la revisión del rito de la Misa. El decreto de introducción dice expresamente que esta reorganización del ordinario de la Misa se ha realizado sobre la base de los cambios (mutationes) de la instrucción para la aplicación de Sacrosactum concilium. No se esperaba una nueva y más amplia reestructuración del misal.

Sin embargo, apenas cuatro años más tarde, Pablo VI sorprendía al orbe católico con la publicación de un nuevo ordinario de la Misa, el 6 de abril de 1969. Mientras que la revisión de 1965 había dejado intacto el rito tradicional contentándose, sobre todo, en conformidad con Sacrosactum concilium n .50, de descartar del ordinario de la Misa cualquier aditamento posterior, con el ordinario de 1969 se fabricaba un rito nuevo. Así pues, el ordinario existente hasta entonces no fue revisado en el sentido como lo entendía el Vaticano II, sino que se encontraba totalmente abolido, abrogado más aún, algunos años más tarde, expresamente prohibido ¿Una remodelación tan radical se mantiene aún dentro del marco de la Tradición de la Iglesia? No basta, para sostener la continuidad del rito romano, con que en el misal nuevo se hayan conservado ciertas partes del anterior, por más que se empeñen en demostrarlo.

Parece que se podría derivar de la autoridad del Papa la introducción de un nuevo rito, por propia iniciativa, (es decir sin decisión de un concilio ecuménico), de su poder pleno y supremo del que habla el concilio Vaticano I: «en lo tocante a la disciplina y gobierno de la Iglesia»[6]. Sólo por esta razón no se puede apelar a la «disciplina y gobierno de la Iglesia». A esto se añade que no existe un solo documento, tampoco el Código de Derecho Canónico, que diga expresamente que el Papa, en cuanto pastor supremo de la Iglesia, tenga derecho a abolir el rito tradicional. Tampoco en ninguna parte se habla de que tenga derecho a modificar las costumbres litúrgicas particulares. En el caso presente este silencio es de gran significación.

El Papa Inocencio I (402-417) justificaba la exigencia de unidad en el rito en una carta al obispo de Gubio: «Pues el que ignorara o no advirtiera que lo que ha sido transmitido a la Iglesia de Roma por San Pedro, cabeza de los apóstoles y que se ha conservado hasta ahora, se debe observar por todos y no admite ningún añadido o introducción de cosa alguna pues carecería de autoridad»[7]. Asimismo, el Papa Vigilo (538-555) escribiendo al obispo de Braga: «El texto de la oración canónica [es decir, el canon de la Misa] que, por la gracia de Dios, hemos recibido de la Tradición apostólica»[8].

Los límites de la plena y suprema potestad del Papa han sido claramente determinados. Es indiscutible que, en lo referente a las cuestiones dogmáticas, el Papa debe atenerse a la Tradición de la Iglesia universal y, por consiguiente, según San Vicente de Lerins, a «lo que se ha creído siempre, en todas partes y por todos» (quod semper, quod ubique, quod ab omnibus). En consecuencia, no compete al poder discrecional del Papa abolir el rito tradicional. El teólogo jesuita Francisco Suárez (siglo XVII), refiriéndose a autores más antiguos como Cayetano (siglo XVI), defiende que el Papa sería cismático «si no quisiera, como es su deber, mantener la unidad con el cuerpo completo de la Iglesia, como, por ejemplo, si quisiera modificar todos los ritos confirmados por la Tradición apostólica»[9].

Cuando San Gregorio Magno en el rito romano trasladó la fracción del pan del final del canon para ubicarla justo antes de la comunión, al igual que en el rito bizantino, fue violentamente criticado[10]. No obstante, dicho Papa jamás pensó en introducir fuera de Roma aquel misal destinado sólo a las misas de las estaciones papales o basílicas y no a la liturgia de las iglesias parroquiales. Así se conoce su principio: «Si la unidad de la fe está salvaguardada, las diversas costumbres rituales no perjudican a la Santa Iglesia»[11]. De esta forma, el denominado Sacramentario gregoriano, paulatinamente se extendió también fuera de Roma a causa de la veneración que se tenía a San Pedro sin que ningún Papa insistiera en su adopción. Ciertamente no es misión de la Sede Apostólica introducir novedades dentro de la Iglesia. El primer deber de los Papas es vigilar, en cuanto obispos supremos (epíscopos-vigilantes) en el campo dogmático, litúrgico y moral.

Desde el concilio de Trento, la revisión de los libros litúrgicos forma parte de los plenos poderes de la Sede Apostólica y consiste tanto en examinar las ediciones impresas, como en proceder a cambios mínimos, como la introducción de nuevas fiestas. De ahí que, insistamos, San Pío V no creó un nuevo misal, sino que, a petición del concilio de Trento, asumió el misal de la curia, utilizado hasta entonces en Roma y en muchas regiones de Occidente, publicándose en 1570 como Misal romano. Ni en la Iglesia Romana ni en la de Oriente ningún patriarca, ni ningún obispo, por su propia autoridad, ha impuesto una reforma litúrgica. Tanto en Oriente como en Occidente, a lo largo de los siglos, ha existido un desarrollo orgánico y progresivo de las formas litúrgicas.

Si el Papa, a consecuencia de las decisiones del Vaticano II hubiese autorizado libremente (ad libitum) o a modo de experimento (ad experimentum) algunas novedades, sin que el antiguo rito romano hubiese sido modificado, no habría nada que objetar en cuanto al desarrollo orgánico del rito a largo plazo. Sin embargo, se ha producido un cambio de rito, no solamente a causa del nuevo ordinario de la Misa de 1969, sino también de la amplia reorganización del año litúrgico y del santoral. Añadir o eliminar una u otra fiesta, ciertamente no cambia al rito, pero se han realizado innumerables cambios e introducido innovaciones como consecuencia de la reforma litúrgica, que apenas ha permitido sobrevivir lo anteriormente existente.

Al no existir ningún documento que mencione expresamente el derecho de la Sede Apostólica a modificar o abolir el rito tradicional y que no se puede probar que haya existido ningún predecesor de Pablo VI que interviniese de manera significativa en la liturgia romana, debe ser más que dudoso que un cambio de rito puede estar dentro de las competencias del Papa.

[1] Cf. Hech 2, 46; 21, 23-26.

[2] Cf. Domingo Ramos-Lissón, Compendio de historia de la Iglesia Antigua, EUNSA, Pamplona 2009, 367.

[3] Cf. Código de Derecho Canónico (1917) c. 98. 1; Código de Derecho Canónico (1983), c. 111.

[4] Cf. San Pío X, Tra le sollecitudini, 1903.

[5] Cf. Código de Derecho Canónico (1917) c. 1257.

[6] Enrique Dezinger, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, n. 3064.

[7] Migne, PL, XX, col. 551-561.

[8] Migne, PL. LXIX, col. 18.

[9] Suárez, Tractatus de Caritate, Disputationes 12, 1.

[10] Cf. Ep. IX, 26 (Migne, PL, LXXVII, col. 956).

[11] Ep. I, 43 (Migne, PL, LXXVII, col. 497; Ep. XI, 64, 3 (Migne, PL, LXXVII, col. 1187).

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *