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La reforma de la liturgia romana (II)

POR GABRIEL CALVO ZARRAUTE
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Klaus Gamber, Ediciones Renovación, Madrid 1996, 74 páginas

Capítulo 1

Las raíces de la actual desolación litúrgica

La reforma litúrgica, saludada con mucho idealismo y grandes esperanzas, se ha mostrado, cada año que transcurre, en una desolación litúrgica de proporciones inconcebibles. En lugar de la esperada renovación de la Iglesia, estamos asistiendo a un desmantelamiento de la fe y de la devoción, que nos habían sido transmitidos y en lugar de una renovación fecunda de la liturgia, contemplamos una destrucción de la misma, que se había desarrollado armónicamente en el transcurso de los siglos[1]. A esto se añade, bajo el signo de un falso ecumenismo, una enorme aproximación a las concepciones del protestantismo y un alejamiento considerable de las antiguas iglesias de Oriente. Esto significa que se ha abandonado la Tradición, común hasta ahora, entre Oriente y Occidente[2].

Es evidente que las raíces de esta desolación litúrgica no hay que buscarlas únicamente en el Vaticano II. Sacrosactum concilium, sólo constituye el resultado provisional de una evolución, en la que los factores que la han provocado son antiguos y de diversa naturaleza. Al contrario de lo que ocurre con los ritos de la Iglesia de Oriente, que jamás han cesado de enriquecerse para luego fijarse en la Edad Media, la liturgia romana ha permanecido a lo largo de los siglos casi inalterable en su forma inicial, simple y austera, representando así el rito más antiguo. A través de los tiempos, varios papas le han añadido ciertas modificaciones, como lo hizo el papa San Dámaso (366-384) y sobre todo San Gregorio Magno (590-604).

De este modo, la liturgia dámaso-gregoriana ha permanecido en vigor en la Iglesia Católica Romana hasta la reforma de Pablo VI. Es contrario a los hechos sostener, que «enseguida se abolió el misal de San Pío V». Las modificaciones introducidas en el misal romano durante 1.400 años no han tocado el rito propiamente dicho, es decir, el ordinario de la Misa. Al contrario de lo que estamos viviendo hoy, solamente se trató de un enriquecimiento en las nuevas fiestas y santos, en los formularios de misas y en ciertas oraciones. Como consecuencia de los acontecimientos políticos del siglo VIII, que tuvieron como consecuencia unir estrechamente a los reyes francos con el papado, la liturgia de San Gregorio Magno, que estaba adaptada a la situación romana, se convirtió en obligatoria para extensos territorios de Occidente[3]. El rito galicano fue suprimido mientras pervivieron el rito mozárabe o hispanogodo en Toledo y el rito ambrosiano en Milán[4]. La adopción de la liturgia romana en los países francos e Hispania ocasionó problemas derivados de la adaptación de este rito «extranjero».

La segunda importante raíz histórica hay que buscarla en el alejamiento de la Iglesia Romana de Occidente de las Iglesias de Oriente, que comenzó entre los siglos VIII y IX y finalmente provocó la ruptura oficial entre Roma y Bizancio en 1054. Esta ruptura, fue más dolorosa cuanto que a causa de ella, un componente muy importante del culto divino se ha marchitado entre nosotros: el sentido litúrgico de la Iglesia primitiva. Según este sentido, la liturgia es sobre todo un servicio sagrado realizado ante Dios. «A la hora del sacrificio, el cielo se abre a la voz del sacerdote, están presentes los coros de los ángeles, lo que está en lo alto se une con lo que está abajo, así el cielo y la tierra se tocan y lo visible y lo invisible se funden en uno»[5].

La idea de esta liturgia cósmica, que siempre ha permanecido viva en la Iglesia de Oriente, exige una celebración solemne y exactamente reglamentada de la liturgia. Excluye todo minimalismo, como los que se han extendido cada vez más en Occidente. Al contrario, en la Iglesia de Oriente, la liturgia ha permanecido siempre como un misterio, en el cual la celebración y la realidad se engarzan de una manera única. En gran medida, este importante componente de la Misa lo hemos perdido como consecuencia de la separación de las Iglesias de Oriente y Occidente hasta no observarse absolutamente nada parecido en la liturgia actual.

La tercera raíz de la actual desolación litúrgica se encuentra en la piedad subjetiva del Humanismo del Renacimiento y su devotio moderna[6]. No es ya la participación común en el desarrollo de la liturgia, que une cielos y tierra y nos procura la gracia divina, donde se centra la liturgia, sino en el hecho de encontrar a Dios y su gracia en la oración personal. La celebración de la liturgia, poco a poco, se fue convirtiendo en una tarea que atañía sólo al clero. Los fieles se convertían en simples espectadores que seguían las ceremonias rezando y mirando. Se introdujeron para el pueblo ejercicios de piedad, fuera de la liturgia, dichos en lengua vulgar. La ruptura entre liturgia y piedad se fue haciendo cada vez más profunda. El corazón del pueblo palpitaba por las ceremonias extralitúrgicas, en las cuales podía participar y en particular en las numerosas procesiones como la del Corpus Christi nacida en esta época y en las peregrinaciones que cada vez crecían más en popularidad.

Se observa igualmente un florecimiento de los cánticos religiosos destinados a los ejercicios piadosos y también de los nuevos himnos en lengua vernácula apropiados para ser cantados entre los cantos latinos de la Misa o a continuación de estos, como los villancicos. Por positivos que hayan podido ser algunos de estos aspectos, encontramos también aquí una raíz suplementaria de la desolación litúrgica actual. A menudo los cantos eran equívocos en cuanto a su valor dogmático, especialmente porque habían nacido de la piedad subjetiva, sustituyendo cada vez más a los cánticos clásicos latinos de la Misa, hasta que terminaron por eliminarlos casi por completo, como también vemos hoy en día. A esta corriente respondieron las rigurosas prescripciones del concilio de Trento (1545-1563), en particular todo lo concerniente a la prohibición de emplear la lengua vernácula[7].

Los padres de dicho concilio reclamaron una nueva edición obligatoria de los libros litúrgicos que, en lo concerniente al misal romano, fue realizada en 1570 por San Pío V con la bula Quo primum tempore. A partir de este momento, existe un organismo particular, la Congregación de Ritos, que era la encargada de velar a fin de que las rúbricas, estrictamente prescritas, fuesen respetadas. La reforma de San Pío V no creó nada nuevo. Se contentó con establecer la versión uniforme del misal, eliminando las innovaciones, que en él se habían introducido a lo largo de los siglos. Al mismo tiempo, fue bastante tolerante, dejando intactos los ritos antiguos de al menos doscientos años atrás.

La reforma litúrgica del Vaticano II surgió como aversión y oposición a la cultura unitaria occidental del Barroco siguiendo el slogan de «abajo el triunfalismo». Así, ahora el celebrante se coloca delante de un altar de piedra desnuda que tiene apariencia de tumba megalítica mientras se persigue el minimalismo en los ornamentos litúrgicos y en el acondicionamiento del interior de los templos. Se tiende a eliminar el elemento esencial de la liturgia que consiste en el culto a Dios. La adoración a Dios, que se manifiesta mediante el culto que el pueblo le rinde, es un deber que se impone a la persona en cuanto ser social, puesto que ha sido creada comunitariamente. Como en la época el Barroco el pueblo, aunque viviendo la liturgia en su interior mucho más que en la actualidad, no podía participar en ella activamente, desarrolló nuevas formas populares de devoción, como la oración de las Cuarenta Horas o las Flores del mes de mayo. Estas formas se encontraban profundamente enraizadas en las costumbres religiosas populares.

Al mismo tiempo que la Misa oficial, por su solemnidad y sacralidad atraía a los fieles, estas nuevas formas de devoción fueron durante la Contrarreforma, los pilares del renacimiento del catolicismo. El nuevo florecimiento de la vida eclesial que se había comenzado en la época barroca fue interrumpido en el siglo XVIII por el racionalismo frío de la Ilustración en varios países europeos como Alemania y Francia[8]. No se atendió a la liturgia tradicional, pensando que no se correspondía suficientemente con los problemas concretos de la época. Este primer desmantelamiento de la liturgia tradicional resultó tanto más grave cuanto que el poder del Estado tomó partido por el Iluminismo (josefinismo, regalismo) y un gran número de sacerdotes y obispos se contaminaron del espíritu del siglo. En muchos lugares de lengua germana y franca se suprimieron diversas formas tradicionales de la Misa, en gran parte debido a la fuerza brutal que desplegó el absolutismo monárquico o el despotismo de Estado contra la voluntad popular.

Desgraciadamente, las antiguas formas de devoción no pudieron ser ulteriormente reanimadas. Durante la época de la Ilustración, la Misa se concebía como un medio moralizante, de ahí el rechazo del latín como lengua litúrgica. Se pretendió que la liturgia tuviera por objeto al hombre y su problemática social, asemejándose así a las concepciones litúrgicas de nuestro tiempo. Las raíces principales de la desolación litúrgica actual tienen su origen en la Ilustración. Muchas de las ideas de esta época no han llegado a madurar hasta nuestros días en que vivimos una nueva época de las luces[9].

La restauración que tuvo lugar en el siglo XIX bajo la influencia de movimientos artísticos románticos y neogóticos constituyeron una reacción a la influencia glacial del racionalismo iluminista. Así se vio en las ideas de la Edad Media el gran modelo a seguir y se intentó insertar este retoño sobre el árbol de la liturgia gravemente dañado[10]. Nacieron entonces abadías benedictinas como Solesmes en Francia y Beuron en Alemania, cultivándose allí con esmero la liturgia romana y el canto gregoriano. El movimiento litúrgico de los años veinte del siglo XX sumerge sus raíces en estos nuevos centros monásticos.

No obstante, los esfuerzos del benedictino alemán Pius Parch a favor de una liturgia popular durante los años treinta son de otra índole. Se caracterizan por una sobrevaloración de la participación activa de los fieles en la Misa en la Iglesia primitiva y en el acondicionamiento del templo. Por influjo de Pius Parch la lengua vernácula hizo su entrada en la liturgia romana, aunque al principio fue sólo como una vía paralela al latín del sacerdote celebrante. La ideología de Pius Parch a favor de una Misa pastoral, cercana al pueblo, se nos han impuesto por medio de Sacrosactum concilium, no sin introducir algunos de sus errores, como la posterior exigencia de la celebración versus populum.

Será necesario esperar que los actuales pastores, sobre todo los jóvenes sacerdotes que no han sido educados en las formas rigurosas de la liturgia, no se queden sólo en la ideología de Pius Parch, sino que partiendo de sus puntos de vista -que no coinciden con las concepción católica tradicional- desarrollen nuevas ideas con vistas a llegar a la Misa que necesitan nuestros tiempos y que no es la actual[11]. Los padres conciliares del Vaticano II no creyeron que la enorme rueda que habían puesto en marcha iba a pasar por encima, machacándolas, de todas las formas litúrgicas que habían conocido e incluso de la misma liturgia nueva, que ellos mismos apoyaron. Como, además, actualmente se han suprimido casi todas las formas paralitúrgicas y otras devociones populares, es posible evaluar los tremendos daños causados a la pastoral por este desmantelamiento litúrgico. Las jóvenes generaciones de sacerdotes no podrán alimentarse ya, como la antigua, de la sustancia. Algunos aspectos positivos de la reforma litúrgica, como una mayor participación de los fieles, en modo alguno pueden contrapesar este prejuicio.

[1] Así lo reconocía Pablo VI: «Se creía que, después del concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos» (Homilía, 29 de junio, 1972).

[2] Dicha Tradición común puede estudiarse en los denominados concilios de la Iglesia «indivisa», es decir, anteriores al cisma de Miguel Celulario en 1054. Cf. Francisco Canals Vidal, Los siete primeros concilios, Scire, Barcelona 2003, 77.

[3] Cf. Bernardino Llorca-Ricardo Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, BAC, Madrid 2003, vol. II, 262.

[4] Cf. Santiago Cantera, Hispania Spania. El nacimiento de una nación, Actas, Madrid, 2014, 113.

[5] San Gregorio Magno, Diálogos, IV, 60.

[6] Cf. Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, Alianza, Madrid 2016, 201; Javier Oliveira Ravasi, Que no te la cuenten. La falsificación de la historia, Katejon, Buenos Aires 2018, vol. III, 157; Juan Fernando Segovia, «De la devotio moderna al protestantismo y al modernismo» en Verbo, n. 583-584, 185.

[7] Cf. Enrique Dezinger, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, n. 946,

[8] Cf. Joseph Lortz, Historia de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 2008, vol. II, 391; Francisco Martín Fernández-José Carlos Martín de la Hoz, Historia de la Iglesia, Palabra, Madrid 2011, vol. II, 308.

[9] Cf. Jonathan Israel, Una revolución de la mente. La ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna, Laetoli, Pamplona 2015, 196; Gabriel Calvo Zarraute, Verdades y mitos de la Iglesia Católica. La historia contra la mentira, Actas, Madrid 2019, 385.

[10] Cf. Étienne Gilson, La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid 2007, 721.

[11] Cf. Ignacio Andereggen, Theologia moderna. Raíces filosóficas, Dyonisius, Roma 2019, 257.

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