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Historia verdadera de la conquista de La Nueva España

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Bernal Díaz del Castillo, Homo Legens, 960 páginas

Mucho se ha dicho y escrito sobre Hernán Cortés, su figura ha hecho correr ríos de tinta, especialmente después de la independencia de Méjico, cuando la historia fue reescrita por completo para hacerla políticamente correcta, transformando al heroico conquistador, en el villano genocida y obsesionado con el oro en la versión oficial. Nada más alejado de la realidad histórica porque nada de esto nos muestran las crónicas antiguas de los testigos (fuentes primarias) como la Historia de los indios de la Nueva España (1541) del misionero franciscano Fray Toribio de Benavente o la Historia eclesiástica indiana (1597) del también misionero franciscano Jerónimo de Mendieta. Sin embargo, entre ellos destaca como ninguno la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568) de Bernal Díaz del Castillo, compañero de Cortés desde 1519 y veterano luchador de 119 combates. La obra de Bernal posee un lenguaje de una prodigiosa vivacidad, no exento de sutiles dosis de humor, lo cual hace que la lectura de sus 960 páginas avance como si se tratara de una auténtica novela convirtiéndose en uno de los libros más fascinantes que existen.

El español del siglo XVI exportó a las Indias lo que venía haciendo desde hacía 800 años durante la reconquista; sembrar la cruz, urbanizar y civilizar los territorios ganados a la Media Luna; y precisamente eso fue lo que continúo haciendo en América. Un ejemplo, la india Malintzin, bautizada después como Marina, fue una de las 20 mujeres entregadas a Cortés como esclavas, pues para los indios precolombinos las mujeres no eran más una mercancía de trueque y regalo para cerrar acuerdos. Se convirtió en la concubina del conquistador, teniendo un papel muy importante como su intérprete y consejera, dándole su primer hijo, Martín, uno de los primeros mestizos surgidos de la conquista de Méjico. Esto nos lleva a la reflexión sobre las dos formas de articulación de la presencia europea en América. Los protestantes ingleses no consideraban a los indios seres humanos sino más bien sabandijas, por lo que procedieron a la aniquilación de todas las tribus de Norteamérica, nada queda hoy en día de los sioux, cheyenes, apaches, mohicanos, pies negros, hurones, seminolas, comanches, cheroquees, dakotas, navajos, arapajoes, iroqueses, etc. Mientras que los españoles, que, sí consideraban a los indios creaturas de Dios, no dudaron en mezclarse con ellos y hacerles cristianos, de ahí que Hispanoamérica se encuentre llena de indios y mestizos cristianos.

Cortés fue un capitán formidable, además de un organizador y gobernante extraordinario, sin embargo, Bernal resalta, en primer lugar, la importancia que tuvieron los soldados en la conquista. En modo alguno podría haberse realizado aquella epopeya sin la abnegación heroica de aquellos hombres, a los que después muchas veces se ignoraba, no solo en la fama sino también en el premio. Con objetividad popular sanchopancesca, purifica las crónicas de Indias de prodigios falsos, como por ejemplo las victorias fáciles debidas a maravillas sobrenaturales. Cuando Francisco López de Gómara en su obra: Historia General de las Indias, II. Conquista de México, narra la aparición del Apóstol Santiago montado sobre un blanco corcel en auxilio de los españoles en su lucha contra los sanguinarios aztecas. Bernal le responde con sorna: «yo como pecador no fui digno de verle; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores» (cap. 34).

Del Castillo afirma con energía la importancia de los soldados en la evangelización y esto es sumamente interesante. No solamente evangelizaban los frailes, también los soldados, aunque a su manera, pues eran el fruto de un pueblo profundamente católico, habían mamado la fe desde niños y respiraban ese ambiente entre la tropa hasta suplicar: «a su Majestad que nos enviase religiosos de todas las órdenes, que fuesen de buena vida y doctrina, para que nos ayudasen a plantar más por entero en estas partes nuestra santa fe católica» (cap. 95). Son conscientes de participar en una gesta providencial de extraordinaria grandeza y aun siendo todos pecadores e incluso algunos muy grandes pecadores, rudos, y en ocasiones brutales debido al miedo; se saben y actúan como católicos, por lo que también evangelizan con su vida cotidiana. La narración que hace sobre el solemne recibimiento que Cortés dispensó a los primeros doce misioneros franciscanos enviados por la Corona y lo que aquello supuso de catequesis indirecta para los indios que vieron como unos hombres macilentos y pobremente vestidos eran sumamente reverenciados y queridos por los invencibles guerreros hispanos, valía más que mil sermones (cap. 171).

Para terminar, quiero resaltar la impresionante narración que el autor hace, con la fidelidad perpleja del testigo, de los ríos de sangre que los indígenas, especialmente los aztecas, hacían brotar de sus siniestros, diabólicos, sacrificios humanos. «Hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos, y cortados los brazos y los muslos y las paredes del teocali (templo) llenas de sangre» (cap. 13). De poblado en poblado, las escenas espantosas se repetían ante los asombrados ojos de aquellos soldados que, aunque curtidos en las matanzas de mil batallas, jamás habían presenciado semejante carnicería; y menos aún la antropofagia, hábito común, en mayor o menor medida, de la inmensa mayoría de los indígenas.

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