El año litúrgico predicado por Benedicto XVI. Ciclo C

|

Edición preparada por Pablo Cervera, BAC, Madrid 2015, 502 páginas

  1. La desesperante tragedia de la insulsa predicación actual

Multitud de fieles soportan la homilía dominical y festiva del sacerdote o del obispo como un verdadero martirio. No se trata de las personas que acuden a la liturgia de modo ocasional, como sucede en las primeras comuniones o los funerales, sino de fieles asiduos que salen del templo exactamente igual que entraron. Más aún, portan con ellos una sensación de cansancio porque no les han transmitido absolutamente nada en la predicación, que en modo alguno es lo más importante de la Santa Misa, pero que es necesaria para su formación continua y como alimento espiritual de sus almas.

Si bien la oratoria es un don con el que se nace, un carisma, no deja de ser también una tarea del sacerdote. Antes del Vaticano II se impartía en los seminarios una asignatura de oratoria sagrada que sin motivo alguno se suprimió y así se mantiene a pesar de que es una obviedad la necesidad urgente de que los sacerdotes comuniquen la Palabra de Dios adecuadamente, también de manera humana. Del mismo modo que en un gran número de facultades civiles se enseña a hablar en público, esta formación básica debería volver a impartirse a los seminaristas.

Sin embargo, todavía mucho más importante que el continente, es decir la forma del discurso, lo es el contenido, el fondo de lo comunicado. Y aquí no caben las excusas de la falta de tiempo porque este es uno de los cometidos principales a los que el sacerdote se comprometió el día de su ordenación: «¿Realizaréis el ministerio de la Palabra preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?»[1]. «Empeñarán todas sus energías en corresponder a esta misión, que tiene primacía en su ministerio»[2].

Nadie puede dudar de la decadencia de la predicación sagrada desde el Vaticano II debido a su degradación por tres motivos fundamentales.

a) La falta de oración, de vida espiritual en el clero y por lo tanto de una penetración espiritual íntima y personal en la liturgia.

b) La falta de formación remota causada por una formación deficiente, cuando no herética, durante la época del seminario. Entonces se aprendieron las opiniones de los distintos teólogos de moda, pero no se asimilaron los principios de la filosofía perenne, el patrimonio del Magisterio y la Tradición católica.

c) La falta de preparación actual, inmediata, que termina por ser suplida con un texto de internet, alguna revista, el último libro descafeinado de Homilética que se ha publicado. O más todavía, temerariamente, improvisando con lo último que se le ocurre o que recuerda en base a lo que leyó en alguna ocasión o que le predicaron en algún lugar. En este punto el ejemplo del patrono de los sacerdotes es especialmente iluminador. San Juan Mª Vianney era consciente de no ser un intelectual dotado de grandes conocimientos, no obstante, o más bien precisamente por ello, preparaba a conciencia sus sermones[3].

Todo esto ha banalizado la predicación sagrada hasta reducirla a mero sentimentalismo vacío del tipo de: «Dios te quiere mucho, Dios es amor»; pero que no aterriza en consecuencias concretas aplicadas a la vida práctica en materia de vida sacramental, moral y de oración. O una simple «moralina» horizontalista: «ayudar a los pobres, perdonarse, escuchar», y otras infinitas sandeces similares del buenismo, imposibles de enumerar y de sobra conocidas. El sacerdote realiza así aquello mediante lo cual fue «formado»: expresar opiniones con un superficial barniz cristiano lleno de lugares comunes y que buscan desesperadamente la aceptación del mundo.

Sólo así puede encontrarse un intento de explicación para el fenómeno de que los millones de fieles que todavía acuden a la Misa cada domingo no asimilen la integridad de la fe y moral católica. La predicación y la catequesis deficientes, es decir no católicas en el fondo y en la forma, han dañado en mayor medida la fe del sencillo Pueblo de Dios que el ambiente hostil creciente de la sociedad. Y mientras los obispos y sacerdotes no hagan examen de conciencia y reconozcan sus pecados de omisión y comisión en este punto no habrá enmienda posible y la situación continuará empeorando.

  1. El deber del ministerio de la predicación

«Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos»[4]. El ejercicio de la predicación es un arte, no cabe la menor duda, y en este punto el Papa Benedicto ha sido poco conocido y no ha hecho demasiado ruido. No era amigo de la frivolidad y contingencia de los gestos que sólo conducen al populismo y la demagogia, a un culto mundano, secular, al líder semejante al que se dio en regímenes totalitarios como el comunismo o el nacional-socialismo[5]. Muy al contrario, la predicación ha sido un ministerio muy valorado por el pontífice alemán, el eje de su gobierno, por lo que sin ella no es posible comprender su pontificado, que quedaría así mutilado. Benedicto XVI quería gobernar la Iglesia, no sólo pero también, por medio de su enseñanza, continuando la obra de su predecesor Juan Pablo II poniendo luz en medio de la densa oscuridad postconciliar que lo invadió todo.

Los textos de sus predicaciones no sólo son el fruto de una larga vida de oración y estudio anterior a su elección para el solio de Pedro, sino también fruto de una cuidadosa y esmerada preparación posterior. Escribía las homilías de su puño y letra, las pensaba y estructuraba con extremo cuidado, porque para él tenían un valor único, distinto a todas las demás palabras escritas y pronunciadas porque éstas se ejecutaban en un contexto litúrgico de predicación sagrada.

La predicación es parte de la acción litúrgica, forma parte de la liturgia y de la misión apostólica de quien está llamado a desempeñarla. La teología de San Agustín está muy presente en los comentarios que Ratzinger hace con el fin de desvelar la realidad sobrenatural de los sagrados misterios que está celebrando. El Papa trae al presente la Palabra eterna de Dios, de este modo nos enseña a dejar que la Palabra nos ilumine y transforme en la Iglesia que es la «comunión de los santos». Comunión, en primer lugar, de los santos dones, es decir, el santo don salvífico entregado por Dios en la Sagrada Eucaristía y que al acogerlo la Iglesia es generada y crece en unidad en toda la tierra y con los ángeles y santos del cielo.

«Sancta sanctis [lo que es santo para los que son santos] es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles (sancti) se alimentan con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (sancta) para crecer en la comunión con el Espíritu Santo (Koinonía) y comunicarla al mundo»[6].

Así, cada una de sus homilías es una pequeña obra de arte teológica, clara, bella, profunda, piadosa, exigente y cercana. En ellas hablan los símbolos y gestos litúrgicos, los Padres de la Iglesia y los santos. Las homilías de Benedicto XVI están destinadas a enriquecer el patrimonio doctrinal de la Iglesia y continuarán leyéndose en siglos sucesivos, del mismo modo que seguimos releyendo las de otros pontífices como San León Magno[7]. De este modo lo reconocía el cardenal Ángelo Bagnasco, entonces presidente de la Conferencia Episcopal Italiana: «No tememos decir que nos admiramos de este arte suyo, y no nos cansamos de señalarla a nosotros mismos y a nuestros sacerdotes como una alta y extraordinaria escuela de predicación. Como el Papa San León Magno, también el Papa Benedicto pasará a la historia por sus homilías»[8]. No es una analogía desproporcionada.

Pero llegados a este punto y ante la papolatría reinante en la Iglesia, aunque iniciada durante el pontificado del beato Pío IX y aumentada con el correr de los siglos, no está de más recordar que las homilías del Papa tienen el mismo nivel magisterial que las de un párroco. Es decir, no son Magisterio, ni tan siquiera ordinario, no son vinculantes más que en la medida en la que continúan la enseñanza ininterrumpida de la transmisión del depósito de la fe, al igual que hicieron todos sus predecesores.

  1. Benedicto XVI maestro y modelo de predicador

«De lo que abunda el corazón habla la boca»[9]. De ahí que a través de la predicación de Benedicto XVI podamos ver los principales rasgos espirituales de su alma.

a) Un pastor que conoce personalmente a Jesucristo y a sus ovejas, un hombre sincero que confía en la fuerza de la verdad y el poder de la libertad.

b) Un teólogo que ama la unidad y continuidad de la Sagrada Escritura y la Tradición católica.

c) Un verdadero liturgista que es consciente de la trascendencia de la Santa Misa y de la transformación que opera en los corazones y en la historia. 

  1. Predicación empapada en el año litúrgico

El recurso a las imágenes es otro de los distintivos de las homilías de Benedicto XVI. En su predicación litúrgica las imágenes bíblicas y artísticas tienen una constante función mistagógica, es decir, de guía hacia el misterio celebrado. El estupor de lo invisible atisbado en lo artístico visible, el valor de los signos sacramentales y de todos los elementos católicos que rodean la sagrada liturgia hablan elocuentemente al fiel de la trascendencia y majestad divinas: los ornamentos sacerdotales y pontificales, el agua, el crisma, el fuego, la ceniza, el incienso, etc. Y esto es precisamente más necesario cuando después del Vaticano II se ha producido una auténtica hecatombe litúrgica al haber sido ésta desacralizada en gran medida por la arbitrariedad de sacerdotes, obispos y cardenales. «Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia»[10].

«El año litúrgico es un gran camino de fe»[11]. De Moisés a los profetas y a Jesucristo, las Escrituras son historia, y con ellas el caminar se hace historia y el año litúrgico la recorre toda, en torno a la Pascua que le hace de eje. Adviento, Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pascua, Ascensión, Pentecostés, y así hasta la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Lo que hace de la liturgia católica un «unicum», es decir una unidad, y el Papa no cesaba de predicarlo, es que su narración no es sólo memoria (anámnesis)[12]. Es realidad viva y presente. En cada Misa se actualiza, sucede, el mismo misterio que se celebra. Por ello, la fuerza, «la virtud de estos misterios es siempre actual»[13].

Pablo Cervera ha realizado un magnífico servicio a la Iglesia con esta publicación que forma una trilogía con los volúmenes correspondientes a los ciclos A y B. Los sacerdotes encontrarán en ella todo un arsenal de materias para enriquecer su predicación, pero antes su oración personal y litúrgica, con la meditación de estos textos. Asimismo, los fieles que deseen profundizar en las enseñanzas de las lecturas bíblicas de la Misa dominical y de la liturgia no dejarán de acudir al verdadero tesoro que conforma el magisterio predicado de Benedicto XVI.

[1] Ritual de los sacramentos, Madrid 2008, 200.

[2] Congregación para el Clero, Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros, Roma 2013, 81.

[3] Cf. Francis Trochu, El Cura de Ars, Madrid 1984, 176 y ss.

[4] Lc 22, 32.

[5] Cf. Robert Payne, Stalin, Madrid 2015, 529; cf. Vida y muerte de Adolf Hitler, Madrid 2015, 335; cf. Mao Tse-Tung, Madrid 2015, 216. Cf. Jean Jacques Marie, Stalin, Madrid 2008, 729. Ian Kershaw, Hitler. La biografía definitiva, Barcelona 2010, 361. Cf. Jung Chang-Jhon Halliday, Mao. La historia desconocida, Barcelona 2016, 243.

[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 948.

[7] Cf. Llorca-Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, vol. II, Edad Media, Madrid 1953, 64 y 742.

[8] Consejo permanente de la CEI, 21-1-2010.

[9] Lc 6, 45.

[10] Sacrosanctum concilium, n. 22.

[11] Ángelus domingo VI del tiempo ordinario, 14-2-2010.

[12] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1103.

[13] Columba Marmión, Jesucristo en sus misterios, Barcelona 1959, 33.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *