Con todo este lío no estaría de más que Benedicto hablase. Hasta ahora, en aras de no deslegitimar a Francisco y de contribuir a la unidad de la Iglesia, el papa emérito ha permanecido silente, pero es tan grave la situación que llega un momento en el que lo que aparenta prudencia es en realidad temeridad. Dos mil años de Iglesia y de dogma se están poniendo en jaque a golpe de declaraciones confusas y, alfil come a reina, emerge un Sínodo manipulador y manipulado, así como una pastoral enfrentada a la doctrina, dizque una misericordia enemiga de la moral. El subjetivismo se come a la Verdad, vía Conferencias Episcopales, vía obispos, vía sacerdotes, vía laicos. Llega un momento en el que ante el mal que se aviene, con un cisma no delimitado por territorios ni Luteros ni Calvinos, sino globalizado, impreciso pero evidente, unas palabras de Benedicto XVI harían mucho bien. Un freno importante ante el atropello que ya se está llevando a cabo. Cabría pensar si el silencio de Benedicto XVI no constituiría un grave pecado de omisión, para él, que ya con muchos años y habiendo prestado tan alto servicio a la Iglesia, tiene la oportunidad de santificar sus últimos días con algo más que oración: con el sacrificio martirial que implica el Papado, con la tarea incómoda de pronunciar unas palabras que ganen las iras del Mundo pero la satisfacción del Señor. Está en juego la doctrina, el matrimonio y la eucaristía. Benedicto, ¡habla! Cardenales, ¡acudan a Benedicto!
Benedicto, ¡habla!

| 18 octubre, 2014
Burke, misericordeado.