| 25 octubre, 2023
LA GUERRA, LOS CRISTIANOS, LA CRISTIANDAD
Hoy leí un comentario de Joaquín Zaragoza Rojas a mi colaboración acerca de “Los
rehenes en Tierra Santa” en la cual se rasga las vestiduras y embiste contra mi afirmación
respecto al cristianismo y la barbarie. Se pregunta cuál era la religión de quienes se mataban
en Francia y en Flandes durante la Primera Guerra Mundial, de los que lanzaron las bombas
atómicas, de los austríacos alistados en las SS y la Gestapo, en la cual fue criado Hitler… para
concluir afirmando que la Cristiandad nunca existió.
Todo esto me obliga a una respuesta, aunque dudo que dicho lector sea un terráqueo,
tal vez sea un marciano, recién llegado.
Entraré en materia con un aporte poético en el cual aparece la espada, símbolo
guerrero, relativo a la supervivencia de la Argentina:
“Como el saber, el laborar profundo
El arte pródigo en sustanciosas mieles
La espada alerta porque el mundo es mundo
Y así serán eternos los laureles”.
La guerra es un fenómeno humano social y político y su origen se encuentra en el
pecado original y sus consecuencias. Y si es algo social y político, tiene una dimensión jurídica.
La guerra no es mera lucha animal.
Cuando la Segunda Persona de la Santísima Trinidad aparece en este mundo enfrenta
la realidad de la guerra. Ya el precursor San Juan Bautista había recibido a unos soldados a
quienes no conminó al abandono de las armas, sino a no extorsionar, a no hacer mal uso de
ellas.
En el evangelio encontramos la noble figura de un centurión romano, de un jefe que
vela por sus soldados, que le pide la curación de uno de ellos enfermo, que diga una palabra
porque ella bastará para sanarlo y recibe el elogio del Salvador “no he encontrado fe más
grande en Israel”. Y a otro centurión testigo de la muerte de Cristo que exclama:
“¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!”.
O sea, nada contra la espada, que en San Pablo, aparece en manos de la autoridad
terrenal, que “es ministro de Dios para el bien; por eso debe temerle el que obra mal, porque
no en vano lleva la espada”.
La guerra pues es un medio, a veces necesario para alcanzar la paz, que es un fin,
integrante del bien común político.
Pero la paz en la tierra solo se alcanzará si los hombres respetan íntegramente el orden
querido por Dios; como esto es utópico, nos encontramos con la realidad de la guerra que el
cristianismo siempre buscó limitarla, humanizarla.
¿De qué modo? Predicando la voluntad de paz en la preparación de las guerras,
estableciendo distinciones y límites en su desarrollo, reclamando un trato justo para los
vencidos. La tregua de Dios, el derecho de asilo, la paz de Dios, son instituciones cristianas.
En nuestros días, el poder de las armas exige una nueva reflexión acerca de la guerra;
ya lo anticipó Saint-Exupéry: hoy, “la guerra no es una aventura; es una enfermedad como el
tifus”; y se quejaba de su tiempo: “siglo de la publicidad, de los regímenes totalitarios, de lo
ejércitos sin clarines ni banderas, sin misas por los muertos. Odio mi época con todas mis
fuerzas. En ella el hombre se muere de sed”.
Que las armas contemporáneas compliquen las cosas no quiere decir que ya no existan
guerras justas, que se acaben las distinciones entre combatientes y no combatientes, entre
objetivos militares y los que no lo son (hospitales, viviendas, colegios, mercados, ferias,
fábricas en general, centrales eléctricas, estaciones ferroviarias y de transporte automotor,
aeropuertos civiles, puertos, etc.) No se debe lograr la victoria a cualquier costo, porque se
tiene que causar el menor daño posible al enemigo, ni tampoco se acabó la distinción entre
culpables e inocentes.
Esta es la herencia de la Cristiandad, época gloriosa “en la cual la filosofía del evangelio
gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud
divina había penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos…
organizado de este mido el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza” (León XIII,
Inmortale Dei).
Hoy, que en la Argentina quieren borrar la Cruz y su presencia, eliminar los jirones de
cristiandad, recuerdo aquella coplilla popular rezada a Nuestra Señora:
¡Ay! Virgencita que luces
ojos de dulces miradas
Que vieron pasar a las cruces
Mira las tierras amadas
Y si hoy derriban las cruces
Brillen de nuevo las luces
Del filo de las espadas.
Bernardino Montejano