JUICIO DE RESIDENCIA
Durante la época hispánica existió el “juicio de residencia” por el cual gobernadores y virreyes, además de otros magistrados al terminar sus mandatos debían ser investigados. Ellos fueron, según José María Mariluz Urquijo “un positivo recurso para sanear la burocracia indiana”.
Muchas veces hemos reclamado su incorporación a nuestro sistema político para acabar con la impunidad; hoy insistimos en ello y además sugerimos su incorporación al ámbito canónico, que además evitarían la vergüenza de obligar a renunciar a un arzobispo como sucede en estos días, por una mala gestión en otro destino que duró seis años y que concluyó hace varios meses al ser ascendido y designado para su cargo actual.
En su libro “La organización política argentina en el período hispánico”, nuestro maestro y amigo Ricardo Zorraquín Becú, se refiere a un remedio póstumo de cierta eficacia preventiva. “era el juicio de residencia mediante el cual los gobernadores debían someterse a una pesquisa al terminar su mandato, a fin de que probados los cargos de que se les acusaba, sufrieran el castigo adecuado” Emecé, Buenos Aires, 1959, p. 167.
Y estos juicios eran en serio; no existía ningún juez como Oyharbide, presto para absolverlos o como Lijó o Boggiano, especialistas en dormir las causas.
Zorraquín pone algunos ejemplos de mandatarios rioplatenses y tucumanos quienes fueron condenados a penas severas por su arbitraria conducta: “la sentencia dictada contra Jacinto de Láriz, disponía su privación perpetua de oficio, confiscación de todos sus bienes, destierro y multas. Los herederos de Diego de Góngora, el gobernador Diego Pérez de Clavijo y otros funcionarios fueron condenados a fuertes multas”.
Pero también hubo absoluciones y Zorraquín recuerda el caso de Alonso de Mercado y Villacorta, exculpado por su conducta intachable.
Existieron casos interesantes en los cuales, a pesar de las penas impuestas, los culpables “consiguieron el indulto de la corte (como ocurrió con Manuel de Velazco y Tejada) o el levantamiento de las sanciones a cambio de un servicio pecuniario, como lo dispuso el rey en 1745 en el caso de Miguel de Salcedo. Por excepción, el gobernador Domingo Ortiz de Rosas, fue dispensado de la residencia secreta en 1759”.
Después exponer el tema, Zorraquín un hombre fiel a la verdad y al valor de la herencia hispánica y enemigo de las mentiras heredadas de la ilustración y de los mitos progresistas, evalúa y compara dos realidades: la pretérita, que logró con las limitaciones de las cosas humanas, hacer efectivas las responsabilidades políticas y la impunidad de la que gozan tantos políticos actuales, en medio de tratados, leyes y disposiciones, que hacen culto de una teórica responsabilidad.
En este sentido, afirma que “el derecho moderno no conoce -o al menos no ha establecido en la práctica- sistemas de control tan amplios como la facultad de revocar actos gubernativos otorgadas a las audiencias o el juicio de residencia destinado a investigar la conducta de un mandatario con un enfoque ético de infinitas proporciones” (p. 168).
En este mundo insólito en el cual vivimos, pareciera que también en su seno, la Iglesia Católica debería implantar el juicio de residencia, con el cual se podrían reivindicar conductas afectadas por calumnias, castigar entuertos, revisar pasados recientes, evitar males futuros.
En “La Nación” diario de hoy Elisabetta Piqué escribe un artículo titulado: “Francisco le pidió la renuncia a Mestre, el arzobispo de La Plata”, con un subtítulo que lo dice todo: “Lo hizo tras reclamarle explicaciones por su gestión como obispo de Mar del Plata”.
¡Seis años de gestión bajo el papado de Francisco! Enseguida su promoción como arzobispo, sucesor nada menos que de Trucho Fernández, el destructor de la obra de Héctor Aguer, ¿para completar de acabar de liquidar todo? No lo sabemos, pero como católicos, no queremos una Iglesia sumergida en el caos.
¡Queremos saber de qué se trata! Queremos saber quién es responsable de tantos entuertos. Queremos sanear la burocracia clerical. Queremos el juicio de residencia en el Derecho Canónico.
Sugerimos que, a cada obispo o superior de una orden o congregación religiosa, al concluir su mandato se le inicie ese juicio; sugerimos que el tribunal esté integrado por el nuncio, algún prelado emérito y un laico, que algo conozca de derecho canónico, que tengo un plazo para dictar la sentencia y que la misma sea pública. ¡Basta de secretismos que tapan tantas arbitrariedades!
Buenos Aires, mayo 27 de 2024 Bernardino Montejano