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En el 25 aniversario del fallecimiento de la Madre María de la Purísima de la Cruz

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Un querido amigo, muy de las Hermanas de la Cruz me recuerda el aniversario con el deseo de que recoja en el Blog la parte de la homilía del cardenal Amato que me envía.

Como la homilía está muy bien, la Santa se lo merece y las hermanas de la Cruz también, cumpliremos su gusto. Sin que sirva de precedente.

Hoy hace 25 años que murió Madre María de la Purísima de la Cruz ( Hermana de la Cruz) ya santa

Podría publicar la homilía que pronunció Amato. Me encantaría. Me lo haría como regalo en el blog.
A continuación la homilía:
“Las del Viejo Testamento”. Así se referían en los años 70 a las Hermanas de la Cruz aquellas flamantes religiosas, renovadas y poseídas por ese ente abstracto que era el “espíritu del Concilio”. Qué paradoja que aquellas religiosas que se burlaban de las hijas de Santa Ángela, en efecto, si es que han perseverado, se han quedado, sí, viejas y sin posibilidad de relevo generacional. Reíanse porque las Hermanas de la Cruz resistieron a quitarse el hábito religioso, resistieron a abandonar las prácticas tradicionales de piedad, resistieron a dejar la práctica de la oración y el silencio, resistieron a enfrentarse al Magisterio de la Iglesia, al fin de al cabo resistieron al espíritu del mundo que devoraba la vida religiosa. Y aquí las tenemos hoy en día a las unas y a las otras. A las unas, las Hermanas de la Cruz, realizando aquello para lo que fueron llamadas al convento: para santificarse, viviendo en espíritu de oración y alegre convivencia fraterna, al servicio de los pobres. A las otras, inmovilizadas en aquellos postulados absurdos de falsa renovación que no hicieron sino demoler lo que las Fundadoras y tantas religiosas a lo largo de los años levantaron para gloria de Dios. A las unas con novicias y vigor apostólico; a las otras con noviciados vacíos y escudándose en que es hora de que los laicos tomen y participen de sus obras apostólicas, mientras ellas se retiran en tropel a las enfermerías provinciales. También es cierto que de vez en cuando reciben alguna que otra vocación.
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Extracto de la homilía de Monseñor Amato en la beatificación de Madre María de la Purísima.
Madre María de la Purísima de la Cruz, junto a la caridad ejerció una fortaleza heroica, sobre todo durante los años de la dirección del Instituto como Madre General. Sostenida por la Palabra del Señor, que llama bienaventurados a los que sufren y a quienes son perseguidos por amor a la justicia (cf. Mt 5, 1-12), ella, en el difícil periodo postconciliar, perseveró en la sana tradición, indicando a sus Hermanas aquel camino de santidad y de servicio querido por la Santa Fundadora Ángela de la Cruz, rechazando la moda efímera de cambios externos, exentos de eficacia apostólica. Nuestra Beata es un válido ejemplo de la fecundidad de la obediencia al carisma fundacional: hacerse pobres con los pobres para ganarse a Cristo.
Fue esta capacidad suya de mantener intacto el espíritu del Instituto la que hizo florecer a su Congregación de manera verdaderamente extraordinaria. Un testigo afirma: “No podemos olvidar que cuando la mayor parte de los Institutos hoy sufre por falta de vocaciones, hasta el punto de que muchos de nuestros conventos y monasterios parecen residencias de ancianos, el Instituto de las Hermanas de la Cruz continúa teniendo vocaciones en un número verdaderamente considerable”.
Madre Purísima vivía con convicción su vocación, según el espíritu de Santa Ángela de la Cruz: total olvido de sí misma para entregarse a Dios y a los pobres, y un ferviente deseo de seguir a Cristo Crucificado. El esplendor de su vida ejemplar empuja a muchas jóvenes a consagrarse al Señor entre las Hermanas de la Cruz.
Como Superiora General visitaba cada tres años sus casas, escuchando con atención e interés a todas sus Hermanas, animándolas a ser fieles al espíritu de la Fundadora. De esta forma infundió en ellas una sólida formación doctrinal y espiritual, en tiempos en los que parecía debilitarse la fidelidad a la Iglesia. A propósito de esto, una Hermana testifica: “Fue un periodo en el que en la vida religiosa se respiraba una gran corriente de cambio y en el que casi todas las congregaciones cambiaron no sólo el hábito, sino incluso el carisma de la congregación. Ella, sin embargo, se mantuvo en afirmar que a nosotras nada nos impedía continuar vistiendo como en tiempos de nuestra Santa Fundadora y en confirmar nuestra fisonomía, afianzando con fuerza nuestro carisma para no alejarnos del que nuestra Santa Madre quería que fuese el de nuestro Instituto. Esto lo defendió, luchó por esto y lo consiguió, a pesar de las sonrisas irónicas de otros Institutos Religiosos y de sacerdotes que nos ridiculizaban”.
Esta serena prudencia, en tiempos de gran turbulencia ideológica, contribuyó a reforzar el espíritu y el carisma de la Fundadora. A pesar de las corrientes demoledoras de la vida consagrada, ella supo mantener unidas a sus Hermanas mediante la exacta observancia de la Santa Regla y del espíritu de oración: “Cuidó la vida espiritual del Instituto como una madre con sus hijos, preocupándose de que la doctrina de los sacerdotes que venían a la Casa Madre a dar ejercicios y a confesar, fuera teológicamente sana y exigente en las virtudes, como está en nuestro espíritu”.
Ella quiso que su Instituto se mantuviera fiel a las auténticas fuentes de la vida consagrada: fidelidad a la Regla y al espíritu de la Fundadora, y docilidad y obediencia a la Iglesia y a su Magisterio. Mientras que todo a su alrededor era un espectáculo de relajación en la doctrina y en las costumbres, ella fue heroica en incentivar la vida interior de sus Hermanas, dándole importancia a la vida espiritual alimentada de oración, de silencio, de obediencia, de caridad y de servicio a los pobres.
Una Hermana cuenta las humillaciones que debieron sufrir cuando asistían a clases de teología: “Llegábamos a clase con nuestra carpeta azul de cartón, con nuestros zapatos desgastados, con nuestro gran paraguas con algún roto. Mientras buscábamos un asiento, sentíamos las miradas de desaprobación de algunas religiosas que susurraban: “Ya han llegado las del Viejo Testamento”. Yo me sentía mal y la miraba a ella que, sin embargo, permanecía sonriente y serena ante estos comentarios”.
Don Gaspar Bustos, Vicario Episcopal para la Vida Consagrada en la diócesis de Córdoba durante 20 años, declara: “Me parece que la beatificación de Madre María de la Purísima pueda ser un ejemplo estupendo de fidelidad a la Iglesia y al propio carisma, y de cómo realizar una verdadera renovación de un Instituto Religioso respetando el pasado y el presente”.
Esta fidelidad ha consentido al Instituto florecer, no obstante la pobreza y la austeridad de su Regla llevada a cabo con ayunos, durmiendo sobre tarimas de madera, soportando desdichas y privaciones. La Madre ha vivido por completo la bienaventuranza evangélica de la pobreza: ser pobres para ayudar a los pobres. Tenía bien asimilado el lema de Santa Ángela de la Cruz: “Los pobres son nuestros señores”.

 

 

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