Alabanza a Ciuraneta de los catalanistas

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VIVIR PARA VER (VIURE PER VEURE) por MARTA ALÓS. Lleida, 16/11/2020 a las 09:00. FRANCESC XAVIER CIURANETA (obispo de Lérida) Lo recuerdo con su media risa, entremedias de la obligada seriedad del cargo y el sentido del humor tan peculiar de la gente de las Tierras del Ebro. Aterrizaba en Lleida con el capelo de obispo y cuando supe de su nombramiento, me apresuré a llamar a un primo mío que vive en Menorca y que lo había tratado durante el largo periodo de tiempo que Ciuraneta había ejercido el cargo en la diócesis menorquina. Quería saber qué pie calzaba. La situación de las obras de arte del museo cada vez estaba más complicada y me temía lo peor. La defensa de la unidad museística, la legitimidad del buen trabajo del obispo Messeguer ante los ataques, la ignominia y las mentiras de la iglesia españolista y de los políticos aragoneses, muy aliñada con la perenne catalanofobia, exigía la mano firme de un obispo que supiera reconducir la situación después de la nefasta gestión, en mayúsculas, del obispo Ramon Malla Call, que no supo hacer frente al nuncio Lajos Kada cuando a este le pasó por la imaginación partir el Obispado de Lleida con la separación de las 115 parroquias de la Franja y que, para acabarlo de adornar, y a pesar de haber presentado dos recursos ante el Tribunal de la Signatura Apostólica contra el decreto del nuncio, pronunció una frase lapidaria que lo perseguirá más allá de su muerte. Ciuraneta llegaba a Lleida quizás sin saber en qué lodazal estaba a punto de entrar. Lo fui a saludar y apenas estrecharle la mano, entré a saco. “Señor obispo, la gente de Lleida esperamos que sepa defender la verdad respecto de las obras de arte del museo”. Me lanzó al fondo de mis ojos una penetrante mirada que me atravesó. “No se inquiete. Estudiaré el caso con detenimiento y, si tenéis razón, lo defenderé con decisión y firmeza”. Y así fue, hasta el punto que esta defensa decidida y firme lo acabó convirtiendo en el burro que recibe todos los palos. En el enemigo público del Vaticano, hasta casi el final de sus días. De vez en cuando lo iba a ver al Obispado y nos poníamos a charlar. Una vez, de vuelta yo de un viaje a Roma, lo quise visitar para comentarle la impresión tan negativa que había tenido del Vaticano: muy poco cristiano y poco dado al prójimo, le comenté. Y él, con aquella media sonrisa socarrona, me cogió la mano: “Pero, Marta, ¡es que tú también vas a unos lugares muy extraños! No vuelvas allí nunca más, créeme”. Descanse en paz, estimado Monseñor.

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