MISA SOLEMNE DOMINGO XXIV

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MISA SOLEMNE DOMINGO XXIV

Esta mañana participé en la Misa Solemne en la capilla del Santo Cristo; hoy, en la Liturgia de las Horas el Cántico evangélico de las I vísperas, tiene la siguiente Antífona: “Nuestra gloria es la cruz de nuestro Señor Jesucristo” y en Laudes, la Antífona dice: “El que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

El Evangelio tiene una pregunta, su respuesta y un anuncio. La pregunta es de Jesús: ¿Quién dicen los hombres que soy yo?  La respuesta de la gente es “algún profeta” y la de los apóstoles, es la de Pedro: “Tú eres el Cristo”.

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El anuncio, es respecto al futuro del Mesías y les enseña: “El Hijo del hombre debía sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Marcos, 8, 27/32.

Con este anuncio, Jesús señala con total claridad la absoluta diferencia de su misión terrenal, con el mesianismo judaico, con la espera por los judíos de un caudillo temporal, que los liberara de la sujeción a los romanos.

La homilía de fray Pedro versó acerca de la Cruz, acerca de Cristo Crucificado, “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”, sobre el significado del llevar la cruz, cada uno la suya, en la vida cotidiana.

Y se preguntó: ¿Por qué la cruz molesta? ¿por qué hoy, en tantos lugares, se la intenta borrar de los espacios públicos?

Porque ella no es un mero símbolo como puede ser la media luna de los mahometanos o la estrella de los judíos, sino es algo real, una convocatoria que nos invita, nos inerpela cada vez que la vemos, a vivir como cristianos.

Esto molesta a los mundanos, a quienes viven adorando a los ídolos del poder, de la riqueza, de los honores.

La Cruz define a los pueblos que un día eligieron al Evangelio como el gran criterio para regir su vida pública y sus instituciones, a la familia y a la escuela, al trabajo y a la vida profesional, a ese ente político, distinto de la Iglesia, que fue la Cristiandad.

Hoy, en Occidente muchos pueblos han renegado de la filosofía del Evangelio y esa apostasía, respecto al siglo pasado, fue señala por un amigo poeta, Juan Luis Gallardo, recientemente fallecido, con sus versos, “Bajo un siglo ciego”:

“Bajo un siglo ciego, sin rumbo y sin freno,

que astilló su firme Rosa de los Vientos,

en la que una estrella, florecida en Cruz,

trazaba el cuadrante del Norte y del Sur.

 

La Cruz en el centro de los paralelos,

que entre nebulosas, quebraba el misterio.

Cuando se fundían Geografía y Verdad

en una palabra, que era: Cristiandad”.

Pero desde hace tiempo, esa época gloriosa en la cual al decir del papa León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, desapareció casi en su totalidad ante las embestidas de sus enemigos: lo peor del Renacimiento, la Reforma religiosa, la Ilustración y la Revolución francesa, el liberalismo, el socialismo, la Revolución Rusa y el comunismo.

El resultado de todo esto, también lo señala Gallardo:

“Bajo un siglo ciego, sin rumbo y sin freno,

que astilló su firme Rosa de Los Vientos

me asfixio en la inmensa avalancha oscura

de cifras, mentira, cemento y blandura.

Porque se acabaron los buenos y malos,

borrando el deslinde de Verdad y pecado.

Y es ver en el fondo de cada distancia,

y es ver en el fondo de la farsa trágica

las fuerzas reptantes que en silencio anudan

las redes malditas de la Gran Conjura”.

Pero, no todo está perdido porque existe una virtud que debemos practicar: la esperanza, que nos protege de la presunción y de la desespración. Es la “niña esperanza”, como la llama Charles Péguy, la más pequeña de las virtudes teologales, pero la que impulsa aquí, en la tierra, a sus dos hermanas mayores: la fe y la caridad. 

El poeta nos invita a un retorno a lo real;

“Por eso volvamos al jardín austero

de verdades simples, al borde del tiempo.

Volvamos cantando a la fuente limpia

de las ancestrales razones sencillas.

 

Que es la ruta seria, que es el rumbo alegre

del agua y el viento, del fuego y el sol.

El mundo pequeño del pimpollo agreste

y el mundo insondable del trueno y de Dios…

 

Y será el abrazo mineral del suelo,

mortaja algún día para nuestros huesos.

Mortaja bordada de flores salvajes,

de lluvia y estrellas, de rocío y calor,

cuando ya las almas, quebrada la carne,

por la muerte vuelvan, de regreso a Dios”. 

Buenos Aires, septiembre 15 de 2024. Bernardino Montejano

 

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