FUNERALES DE DELON
Con motivo de los funerales de Alain Delon, lo peor del periodismo se ha vuelto otra vez contra el ilustre muerto. Encabeza la lista un tal Raymundo Roberts quien, sin el menor respeto, en nota aparecida en “La Nación”, invade la intimidad del difunto para declarar que no creía en Dios, pero sí en la virgen María.
Encarnando lo peor de esos periodistas, hombres y mujeres, como una tal Piqué, que tienen un océano de conocimientos de un centímetro de profundidad y en un tema tan profundo como oscuro y complicado, el de la fe, manifiesta una opinión subjetiva, sin asidero en la realidad.
Vamos a los hechos; el gran actor construyó una capilla en los jardines de su residencia y en ella, un lugar para el descanso de su cuerpo en espera de la resurrección.
Una capilla católica, destinada al culto de adoración a Dios y de veneración respetuosa a la Virgen María y a los santos. El culto a la Virgen se llama de hiperdulía, porque a ella se le debe un particular respeto, y por eso rezamos: santa María, madre de Dios. Todo muy claro, no existe duda alguna, la única confusión emana del cerebro de un periodista desconectado con la realidad.
Otros colegas suyos emiten opiniones absurdas dando importancia exagerada a la relación con sus perros, lo cual puede ser verdadero en casos como los de Fernández y Milei, pero no en el de Alain Delon, “el samurai”, quien designó a un obispo, monseñor Jean-Michel Di Falco, para presidir sus funerales, o sea a un sacerdote, hacedor de puentes entre el hombre y Dios.
Esta supuesta última morada terrenal humano-perruna me recuerda una anécdota cuando la mujer de un amigo me visitó un día para venderme un lote en un cementerio privado.
Le contesté que no me interesaba; la mujer insistía: “no tiene que dejarle problemas a sus hijos”, lo que recibía mi respuesta: “quiero dejarle problemas a mis hijos” y además permítame ser coherente: todos los meses protesto por las expensas “el cáncer de muchos edificios”, que pago por los lugares donde vivo y trabajo y no tengo el menor interés en agregar nuevas expensas, para pagar por el lugar donde reposará ni cuerpo.
La mujer insistía y me acompañó hasta la parada del colectivo; ya vencida, me hizo una última pregunta: ¿no tiene algún deseo?, a lo que contesté para sacármela de encima: Sí, que me entierren en el cementerio de Cacharí, donde no se pagan expensas. Preguntó, ¿por qué en Cacharí? Le contesté: porque creo en la resurrección de la carne y ese feliz día estaré más cerca del campo y de Agustina. Incansable, me preguntó, ¿Quién es Agustina? Le contesté: mi yegua, la madre de Pegaso. Se fue moviendo la cabeza.
Pasaron los días y una noche mi hija Soledad, que estudiaba en la misma Universidad, me acusó de estar loco por haber dicho que quería que me enterraran con mi yegua, así se había comentado la anécdota deformada en Ciencias Agrarias y así hoy los periodistas inventan un supuesto entierro humano-perruno del actor francés.
Pero volvamos a la clave del tema: una de las pocas cosas serias que conservamos los hombres es morirnos. Por eso, debemos prepararnos y como ya lo habían visto los mejores griegos la filosofía debía ser una “meditación acerca de la muerte”.
Ahora recurro como tantas veces a Saint-Exupéry: quien remarca la continuidad de la tradición cuando escribe: “Muertos y vivos forman un solo árbol que crece” y la importancia de los funerales, aunque sabe el tiempo que se pierde en ellos, “porque los hombres cavan la tierra para encerrar en ella, los despojos de muerto y hubieran podido gastar ese tiempo en arar y cosechar, prohibiré sin embargo las hogueras donde se queman los cadáveres, pues poco me importa el tiempo ganado, si pierdo con él el amor por los muertos”.
En otro lugar, escribe también acerca de los entierros: “No se trata de colocar un cuerpo en la tierra, sino de recoger, sin perder nada, como en una urna que se ha quebrado, el patrimonio del cual tu muerto fue depositario… Se tarda mucho en recoger el legado de los muertos. Precisas largo tiempo para llorarlos y meditar su existencia y conmemorar sus aniversarios”.
Y en otro texto de “Ciudadela”, escribe que “la añoranza del amor, sigue siendo el amor” y pone un sugestivo ejemplo: el vínculo que permanece y se aviva con el pasar del tiempo de una madre con su hijo muerto: “Ella puede lamentarse en el momento en que se le va… Es la hora de la mudanza, siempre dolorosa. Pero llega la hora en la cual las cosas antiguas reciben su sentido… en que te sientes beneficiado de haber amado en otro tiempo. Esa es la dulce melancolía. Llega la hora en que la madre, ya envejecida, tiene el corazón mejor iluminado y le es dulce el recuerdo del niño muerto. ¿Has escuchado jamás a una madre decirte que hubiera preferido no conocerlo, no amamantarlo, no cuidarlo? (CXX, VI). Evoco con cariño a tres niños, muertos prematuramente, Rafaelito Sitler, Juan Manuel Barberis y Santiago Calviño y a sus madres Marta Palacios Hardy, Norma Gladys Sabia y Emma Virginia Medrano mi respeto por su entereza ante la tragedia. Vivieron la preferencia aludida por Saint-Exupéry.
Una última referencia muy personal es la muerte de mi padre. Médico de corazón la última imagen que tengo de él, fue despidiéndome en la puerta de su consultorio, con su impecable guardapolvo blanco. Yo viajaba al campo.
Como en esa época, año 1980, no existían los medios de comunicación de hoy, tiempo después, llegó a San Joaquín mi cuñado, Juan Manuel Bosch para avisarnos que se había descompuesto y que estaba internado, grave e inconsciente en un Sanatorio.
Por relatos de la familia y amigos, me enteré como habían transcurrido sus últimos días, porque Dios le reveló que moriría muy pronto. Entonces los aprovechó para despedirse de vecinos, clientes y amigos y la noche anterior a la descompostura, llevó a mi hermano sacerdote al consultorio para tratar un único tema: cómo se muere. Recuerdo las palabras de Tomás Casares al padre Marambio: ¡Qué difícil es morir!
Y así murió, ya sin habla aferrado a una cruz que no quería soltar.
Esta es la muerte tomada en serio. No es la del periodismo amarillo que todo lo rebaja. Es la muerte evocada por un poeta de la familia, tío de mi mujer, en el prólogo de sus poemas fúnebres:
La muerte,
La dama blanca del pulido casco
Y de la mortaja nívea…
La del consuelo ansiado,
La de la paz eximia,
La hermana de todos (J. E. Varaona Gauchat, “Cielo gris”, La Facultad, 1929).
Buenos Aires, agosto 28 de 2024. Bernardino Montejano
Espléndido. Muchas gracias.