El último domingo del tiempo ordinario celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del universo. Es una fiesta de esperanza. Los cristianos tenemos la certeza de que por la resurrección de Jesús, el pecado y la muerte no tienen la última palabra en la historia de la humanidad; y sabemos que todos los anhelos de verdad y de vida, de justicia, de amor y de paz que hay en el corazón del hombre, se harán realidad cuando el Señor vuelva en gloria y majestad. Las personas, que podemos impedir la realización del designio de amor de Dios en cada uno de nosotros personalmente si rechazamos totalmente ese amor, no podremos impedir que el plan de salvación sobre la historia y el mundo llegue a su meta.
Con la persona, las acciones y las palabras de Jesús, especialmente con su muerte y resurrección, se sembró la primera semilla del Reino de Dios en nuestro mundo. La Iglesia, obedeciendo a su Fundador, está para continuar esparciendo esa semilla. Para poder realizar esta misión no ha recibido de Cristo ni armas, ni riqueza ni poder, porque ni la fuerza ni el miedo son el camino para que ese Reino crezca entre nosotros. Los instrumentos para esta misión son otros: la Palabra del Evangelio, la gracia de los sacramentos por los que llega al corazón de los hombres la vida nueva del Resucitado, y el mandamiento de dar testimonio del amor de Dios en el servicio a los más pobres y necesitados.
El texto evangélico que se proclama este año, que es la gran parábola del juicio final, nos recuerda que entrarán en el Reino de Dios aquellos que hayan practicado las obras de misericordia. En esta parábola el Señor nos está indicando también cómo y cuándo se hace presente el Reino en nuestro mundo: cuando damos de comer o beber al hambriento y al sediento; cuando visitamos a los enfermos y a los presos; cuando vestimos al desnudo y hospedamos al sin techo.
Tal vez podemos pensar que esta misión es en el fondo una ilusión, porque cuando miramos la realidad de nuestro mundo dos mil años después de Cristo tenemos la impresión de que nada ha cambiado: las injusticias, la violencia, la mentira, el hambre, las guerras… continúan entre nosotros. También podemos pensar que estos instrumentos son ineficaces y no sirven para nada: ¿No vivimos en un mundo en el que quienes tienen poder, influencia, dinero o prestigio son admirados, escuchados y acaban consiguiendo lo que se proponen? Ante esta situación ¿vale la pena seguir creyendo en esta utopía?
Sin embargo, cuando contemplamos la historia de la Iglesia y vemos la gran cantidad de santos que se han tomado en serio esta palabra del Evangelio, descubrimos que el paso de Jesús por la historia de la humanidad no ha sido inútil; que gracias a los verdaderos discípulos su Reino está más presente de lo que aparentemente se ve; que por ellos nuestro mundo es mucho mejor de lo que sería si no hubieran vivido; y que vale la pena seguir trabajando para que la humanidad llegue a la meta que Dios le ha preparado.
Con mi bendición y afecto,
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa