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San José: la in­te­li­gen­cia y el co­ra­zón al ser­vi­cio de los de­más

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Card. Car­los Oso­ro

¿Por qué doy este tí­tu­lo a esta car­ta? Si­guien­do las hue­llas de san José en el Evan­ge­lio, ve­mos cómo puso su vida al ser­vi­cio de que Cris­to tu­vie­se si­tio y lu­gar en este mun­do, hizo las ve­ces de pa­dre de Je­sús, supo dis­po­ner la vida para ser cus­to­dio de la Vir­gen Ma­ría y de Je­sús. La gran mi­sión de José fue ser cus­to­dio. Hizo de su vida, de su casa, de su pro­fe­sión, esa gran ta­rea edu­ca­ti­va que es cus­to­diar la pre­sen­cia de quien es el Ca­mino, la Ver­dad y la Vida.

Vamos a ce­le­brar, como to­dos los años en torno a la fies­ta de san José, el Día del Se­mi­na­rio. Y lo ha­ce­mos este año con este lema: Após­to­les para los jó­ve­nes. Lema que alu­de de al­gu­na ma­ne­ra al Sí­no­do de los Obis­pos que en el mes de oc­tu­bre va­mos a ce­le­brar con el tema Los jó­ve­nes, la fe y el dis­cer­ni­mien­to vo­ca­cio­nal. Como cuen­ta el Papa en el do­cu­men­to pre­pa­ra­to­rio, «en Cra­co­via, du­ran­te la aper­tu­ra de la Jor­na­da Mun­dial de la Ju­ven­tud, les pre­gun­té va­rias ve­ces: “Las co­sas, ¿se pue­den cam­biar?”. Y us­te­des ex­cla­ma­ron jun­tos a gran voz “¡sí!”. Esa es una res­pues­ta que nace de un co­ra­zón jo­ven que no so­por­ta la in­jus­ti­cia y no pue­de do­ble­gar­se a la cul­tu­ra del des­car­te, ni ce­der ante la glo­ba­li­za­ción de la in­di­fe­ren­cia». Aña­di­ría a esta pre­gun­ta esta otra: ¿Es­táis dis­pues­tos a cam­biar las co­sas, po­nien­do la in­te­li­gen­cia y el co­ra­zón al ser­vi­cio de los de­más como sa­cer­do­tes?

Os hago esta pre­gun­ta a vo­so­tros los jó­ve­nes, quie­nes es­táis en el se­mi­na­rio y a quie­nes es­táis pen­san­do y dis­cer­nien­do vues­tra vo­ca­ción, para dar un paso im­por­tan­te en vues­tra vida. Lo hago acer­can­do a vues­tro co­ra­zón aque­llas pa­la­bras de los dis­cí­pu­los al Se­ñor ante la tem­pes­tad: «¡Se­ñor, sál­va­nos, que pe­re­ce­mos!», «¿por qué te­néis mie­do, hom­bres de poca fe?» (Mt 8,25-26); o aque­llas otras del pro­fe­ta Je­re­mías que, ante lo que Dios le pe­día, sien­te mie­do y es Dios mis­mo quien le dice: «No les ten­gas mie­do, que yo es­toy con­ti­go para li­brar­te» (Jer, 1, 8). ¡Qué fuer­za tie­ne des­cu­brir en Je­sús que quien se en­tre­ga se en­cuen­tra a sí mis­mo! Y en ese sen­ti­do a mi me ayu­dó re­pe­tir esa ora­ción de san Ig­na­cio de Lo­yo­la, no por pura y sim­ple re­pe­ti­ción, sino gus­tan­do y sintien­do en lo más pro­fun­do de mi co­ra­zón todo lo que en ella digo al Se­ñor, vien­do cómo lo voy ha­cien­do en la vida: «To­mad, Se­ñor, y re­ci­bid toda mi li­ber­tad, mi me­mo­ria, mi en­ten­di­mien­to y toda mi vo­lun­tad, todo mi ha­ber y po­seer. Vos me lo dis­teis, a Vos, Se­ñor, lo torno; todo es vues­tro, dis­po­ned a toda vues­tra vo­lun­tad; dad­me vues­tro amor y gra­cia, que esta me bas­ta».

Por­que para ser após­to­les para los jó­ve­nes es bueno res­pon­der al amor de Cris­to ofre­cien­do nues­tra vida con amor. Qué bueno es para la in­te­li­gen­cia y el co­ra­zón pen­sar que Cris­to se ha entregado por cada uno de no­so­tros y nos ama de modo úni­co y per­so­nal. Y es bueno por­que in­me­dia­ta­men­te sale una res­pues­ta a ese amor: ofre­cer­le la vida con el mis­mo amor. Para esto es impres­cin­di­ble re­no­var y for­ta­le­cer la ex­pe­rien­cia del en­cuen­tro con Cris­to muer­to y re­su­ci­ta­do por no­so­tros. Ser após­to­les para los jó­ve­nes su­po­ne ir tras las hue­llas de Cris­to, pues Él debe ser la meta, el ca­mino y el pre­mio. ¡Qué pa­sión en­gen­dra en la vida des­cu­brir la nue­va vida que vie­ne de Dios, pero para res­pon­der a la lla­ma­da de Dios y po­ner­nos en ca­mino! Para dar esa res­pues­ta no es ne­ce­sa­rio ser ya per­fec­tos, pues es en la fra­gi­li­dad y en la li­mi­ta­ción hu­ma­na don­de nos po­de­mos ha­cer más cons­cien­tes de la ne­ce­si­dad de la gra­cia re­den­to­ra de Cris­to.

Os voy a ha­cer una pro­pues­ta para ser após­to­les para los jó­ve­nes: asu­ma­mos el mo­de­lo edu­ca­ti­vo que san José prac­ti­có:

1. Pon­ga­mos la in­te­li­gen­cia y el co­ra­zón, lo que so­mos y te­ne­mos en nues­tra vida al ser­vi­cio de to­dos los hom­bres. Así lo hizo san José des­de su fe hon­da y pro­fun­da al de­ci­dir­se por Cris­to. La es­pe­ran­za que ja­más de­frau­da es la que eli­gió san José, po­ner­se a su ser­vi­cio, cui­dar­lo. Des­de el mo­men­to que supo que «el en­gen­dra­do en Ma­ría es por obra del Es­pí­ri­tu San­to […] hizo lo que le ha­bía man­da­do el án­gel y tomó con­si­go a su mu­jer». Siem­pre me ha im­pre­sio­na­do la vida de san José y a él me en­co­mien­do siem­pre, él in­ter­ce­de por no­so­tros, cus­to­dia a los discípulos de Cris­to; por eso, la úl­ti­ma ora­ción del día se la di­ri­jo a él para que siga cus­to­dian­do nues­tras vi­das y haga que no ten­ga­mos otra ocu­pa­ción y preo­cu­pa­ción que ha­cer pre­sen­te a Jesucris­to en me­dio de los hom­bres. Por otra par­te, me im­pre­sio­na la hu­mil­dad de san José, que sin más tí­tu­lo que un ár­bol ge­nea­ló­gi­co lleno de gran­des hom­bres y mu­je­res de Dios, pero al mismo tiem­po lleno tam­bién de gran­des pe­ca­do­res, acep­ta ser cus­to­dio del Hijo de Dios.

Des­ta­can en san José su fe y su con­fian­za ab­so­lu­ta en Dios, su ad­he­sión in­con­di­cio­nal a Dios, su de­ci­sión por Cris­to, si­guien­do la lla­ma­da que Dios le ha­cía. ¡Qué fuer­za tie­ne con­tem­plar el sí de san José a Dios y su sí a la Vir­gen Ma­ría! De ese sí a Dios y a quien ha pres­ta­do la vida para dar ros­tro a Dios, bro­ta la fuen­te de la ver­da­de­ra fe­li­ci­dad, en­tre otras co­sas por­que li­be­ra al yo de todo aque­llo que lo en­cie­rra en sí mis­mo y así en­tra en la ri­que­za y en la fuer­za del pro­yec­to de Dios, sin en­tor­pe­cer nues­tra li­ber­tad y nues­tra res­pon­sa­bi­li­dad.

2. Sea­mos va­lien­tes cus­to­dios de Je­su­cris­to en este mun­do con in­te­li­gen­cia y co­ra­zón. ¿Cómo? Hoy es im­por­tan­te que el ser hu­mano no se deje atar por ca­de­nas ex­te­rio­res como pue­den ser el re­la­ti­vis­mo, bus­car el po­der, el lu­cro a cos­ta de lo que fue­re, el no re­co­no­cer al ser hu­mano en to­das las eta­pas de su exis­ten­cia… Hay que ser va­lien­tes para re­cor­dar con quie­nes vivimos lo que es el hom­bre y lo que es la hu­ma­ni­dad. San José es mo­de­lo de de­cir­nos qué es el hom­bre y qué es la hu­ma­ni­dad; es cus­to­dio de la ple­ni­tud del ser hu­mano y de quien da ple­ni­tud a la hu­ma­ni­dad re­ga­lán­do­nos su hu­ma­nis­mo. Cus­to­dio de Cris­to. Aquí sí que en­tra esa va­len­tía de san José para de­fen­der la pre­sen­cia del Hijo de Dios en este mun­do.

San José es mo­de­lo de va­len­tía in­te­li­gen­te, cus­to­dia y acom­pa­ña a Je­sús en todo su ca­mino de pre­sen­cia en este mun­do, so­bre todo en los pri­me­ros mo­men­tos de su vida en­tre no­so­tros, cuan­do Dios qui­so vi­vir de­pen­dien­te en el seno de una fa­mi­lia. ¡Qué bueno es con­tem­plar a san José jun­to a Ma­ría, ocu­pán­do­se de que nada le fal­ta­se a Je­sús para el desa­rro­llo sano de su vida! Pre­sen­te en la ado­ra­ción de los Ma­gos de Orien­te y siem­pre en se­gun­do lu­gar, «en­tra­ron en la casa; vie­ron al niño con Ma­ría su ma­dre y pos­trán­do­se, le ado­ra­ron». Y con­vir­tien­do a la Sa­gra­da Fa­mi­lia en una fa­mi­lia emi­gran­te: «Le­ván­ta­te, toma con­ti­go al niño y a su ma­dre y huye a Egip­to; y es­ta­te allí has­ta que yo te diga». Va­lien­te para acom­pa­ñar a Dios en el exi­lio de Egip­to, en esa dura experien­cia de vi­vir re­fu­gia­dos para es­ca­par de la ame­na­za de He­ro­des. Va­lien­te para vol­ver de Egip­to cuan­do le dice Dios: «Le­ván­ta­te, toma con­ti­go al niño y a su ma­dre, y pon­te en ca­mino de la tie­rra de Is­rael». Va­lien­te para es­ta­ble­cer­se en Na­za­ret, cui­dan­do a Je­sús y a su Ma­dre, vién­do­le cre­cer.

3. Aco­ja­mos y pon­ga­mos en prác­ti­ca con in­te­li­gen­cia y co­ra­zón el mo­de­lo edu­ca­ti­vo de san José: cre­cer en edad, sa­bi­du­ría y gra­cia. ¿Cómo ayu­dó san José a Je­sús a cre­cer en esas tres di­men­sio­nes que debe te­ner toda edu­ca­ción –edad, sa­bi­du­ría y gra­cia–?

En cuan­to a la edad, se ocu­pó de que no le fal­ta­se nada de lo ne­ce­sa­rio para un desa­rro­llo sano. Na­za­ret fue el lu­gar don­de más tiem­po es­tu­vo Je­sús, allí vi­vió con in­ten­si­dad la vida de fa­mi­lia, el amor que ve­nía de Dios unía sus vi­das. Allí in­clu­so apren­dió la pro­fe­sión de José y uno ne­ce­sa­ria­men­te tie­ne que pen­sar en las con­ver­sa­cio­nes tan di­fe­ren­tes que ten­drían, pero se­gu­ro que no falta­ba el re­cuer­do por par­te de san José de dos mo­men­tos im­por­tan­tes: la pre­sen­ta­ción en el tem­plo y su pér­di­da y re­en­cuen­tro cuan­do es­ta­ba en­tre los doc­to­res de la ley. En la pre­sen­ta­ción en el tem­plo, Si­meón dijo: «Por­que han vis­to mis ojos tu sal­va­ción». ¡Cuán­tas ve­ces san José con­tem­pló en Cris­to la sal­va­ción de to­dos los hom­bres! ¡Qué aten­to es­ta­ría a su cui­da­do y de­fen­sa para que lle­ga­se esa «luz, glo­ria de Is­rael» –que era el mis­mo Cris­to– para ilu­mi­nar a toda la hu­ma­ni­dad! Cómo le que­da­rían gra­ba­das las pa­la­bras que les dijo Je­sús a él y a Ma­ría cuan­do lo en­con­tra­ron en el tem­plo ha­blan­do con los doc­to­res de la ley: «Hijo, ¿por qué nos has he­cho esto?». La res­pues­ta de Je­sús fue: «¿No sa­bíais que yo de­bía es­tar en la casa de mi Pa­dre?». No lo com­pren­die­ron, pero con in­te­li­gen­cia y co­ra­zón si­guie­ron cui­dan­do de Je­sús.

¿Por qué es mo­de­lo edu­ca­ti­vo en sa­bi­du­ría? San José fue todo un ejem­plo de maes­tro de sa­bi­du­ría, pues ha­bía ali­men­ta­do su vida per­so­nal en ser fiel y de­jar­se guiar por la Pa­la­bra de Dios. Y seguro que acom­pa­ñó a Je­sús des­de muy pe­que­ño, so­bre todo los sá­ba­dos a la si­na­go­ga, a la es­cu­cha de la Sa­gra­da Es­cri­tu­ra. Este hom­bre jus­to, cus­to­dio de Dios, que ha­bía sido obe­dien­te a Dios en todo lo que le pi­dió; era maes­tro de sa­bi­du­ría y con­ta­gia­ba la mis­ma a quie­nes es­ta­ban a su lado.

En cuan­to a la gra­cia, se nos dice en el Evan­ge­lio de Je­sús que «la gra­cia de Dios es­ta­ba con Él» (Lc 2,40). Se­gu­ro que san José ali­men­tó esta di­men­sión edu­ca­ti­va aún más jun­to a Je­sús a quien la gra­cia acom­pa­ña­ba. De ahí que la Igle­sia haya vis­to siem­pre en san José un fiel cus­to­dio que alien­ta el es­tar lle­nos de gra­cia.

San José es mo­de­lo edu­ca­ti­vo que nos ayu­da a cre­cer en esas tres di­men­sio­nes que son ne­ce­sa­rias para el ser hu­mano: en edad, sa­bi­du­ría y gra­cia. Quie­nes so­mos lla­ma­dos de modo es­pe­cial a ser após­to­les para los jó­ve­nes, te­ne­mos en san José una ayu­da, la mis­ma que tuvo Je­sús.

Con gran afec­to, os ben­di­ce,

+ Car­los Card. Oso­ro Sie­rra

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