‘El reino de los ton­tos’, por Antonio Gómez, obis­po de Te­ruel y Albarracín

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Mi ami­go me es­cri­be des­de una uni­ver­si­dad ex­tran­je­ra in­vi­tán­do­me a leer un ar­tícu­lo de un pe­rió­di­co de ti­ra­da na­cio­nal que uti­li­za un tex­to bí­bli­co para ma­ni­fes­tar que los ateos son más ge­ne­ro­sos que las perso­nas re­li­gio­sas. Cu­rio­so, me dije al co­men­zar su lec­tu­ra. Co­men­ta­ba el pe­rio­dis­ta un es­tu­dio de un neu­ro­cien­tí­fi­co y psi­có­lo­go de la Uni­ver­si­dad de Chica­go. El ar­tícu­lo no tie­ne des­per­di­cio y co­men­cé a sen­tir­me mal, pues en una en­tra­di­lla se ase­gu­ra­ba que las per­so­nas cuan­to me­nos cre­yen­tes, más in­teligen­tes. Y rá­pi­da­men­te hice la cuen­ta de la vie­ja, o de una ma­ne­ra más cul­ta y de ló­gi­ca aris­to­té­li­ca, un si­lo­gis­mo en bár­ba­ra: “pues yo que me sien­to cre­yen­te, ergo… ton­to del ca­pi­ro­te”.

Sien­do res­pe­tuo­so con los es­tu­dios cien­tí­fi­cos, a ve­ces sien­to que cuan­do se ha­cen con­tra al­guien, como al­gu­nas en­cues­tas, pue­den es­tar ma­ni­pu­la­dos in­ten­cio­na­da­men­te (cla­ro, toda ma­ni­pu­la­ción es intencionada). To­dos sa­be­mos de los es­tu­dios que se han he­cho para ha­cer­te com­prar una li­cua­do­ra, y tam­bién de los que te prohi­bían co­mer sar­di­nas. In­sano era el pes­ca­do azul hace unos años, tan­to como las car­nes ro­jas hace unos días o co­mer un kilo de pe­re­jil en cual­quier mo­men­to.

Pero vol­vien­do al ar­tícu­lo, el mis­mo pe­rio­dis­ta ma­ni­fes­ta­ba que se han sor­pren­di­do al des­cu­brir que existe una co­rre­la­ción in­ver­sa en­tre el al­truis­mo y la edu­ca­ción en va­lo­res iden­ti­fi­ca­dos con la fe (esto tam­bién tie­ne miga). Es de­cir, que cuan­to más cre­yen­tes más egoís­tas e in­so­li­da­rios so­mos. Y aun­que habla­ba de un es­tu­dio he­cho a ni­ños de 5 a 12 años, en seis paí­ses di­fe­ren­tes y de re­li­gio­nes di­fe­ren­tes, al ir con­cre­tan­do el ar­tícu­lo, fi­nal­men­te ha­bla de la pa­rro­quia (que sólo es ca­tó­li­ca): “si ya cu­bro el cupo de ge­ne­ro­si­dad en mi pa­rro­quia, eso me exi­me de te­ner que ser al­truis­tas con des­co­no­ci­dos”.

De ver­dad que he que­da­do preo­cu­pa­do y do­li­do. Pri­me­ro, por­que es­toy con­ven­ci­do que una de las aporta­cio­nes más va­lio­sas de la fe cris­tia­na al hom­bre de hoy es, po­si­ble­men­te, la de ayu­dar­le a vi­vir con un sen­ti­do más hu­mano y más tras­cen­den­te en me­dio de una so­cie­dad en­fer­ma de neu­ro­sis y po­se­sión. Y pien­so que, en las ca­te­que­sis y gru­pos pa­rro­quia­les, al con­tra­rio de la in­fluen­cia de la so­cie­dad ca­pi­ta­lis­ta y con­su­mis­ta, se en­se­ña a ni­ños, jó­ve­nes y ma­yo­res más en el ser que en el po­seer. Por­que es una equivoca­ción aten­der con ob­je­tos, o con la po­se­sión de las per­so­nas, la de­man­da de afec­to, ter­nu­ra y amis­tad. Por eso nos pro­po­ne­mos el ser­vi­cio de­sin­te­re­sa­do, la amis­tad ge­ne­ro­sa y el sen­ti­do gra­tui­to de la vida.

Se­gun­do, por­que la gran­de­za de una vida se mide, en úl­ti­mo tér­mino, no por la ca­pa­ci­dad in­te­lec­tual, (hay sie­te cla­ses de in­te­li­gen­cia, se­gún Tho­mas Arms­trong) ni por los co­no­ci­mien­tos eru­di­tos que uno ten­ga, ni por to­dos los bie­nes que he­mos con­se­gui­do acu­mu­lar du­ran­te toda la vida (y cui­da­do que nos gus­ta al­ma­ce­nar), y mu­cho me­nos, por el po­der que os­ten­tes, sino por la ca­pa­ci­dad que te­ne­mos de amar, ser­vir, per­do­nar…

Co­noz­co mu­chas pa­rro­quias, y mu­cha gen­te en ellas: sen­ci­lla y cul­ta, po­bre y con bue­na eco­no­mía, muy re­za­do­res y lo su­fi­cien­te, sim­pá­ti­cos y aris­cos… per­so­nas que a cual­quier lla­ma­da res­pon­den, ya sea para Ca­ri­tas, para Ma­nos Uni­das, para un te­rre­mo­to o un tsu­na­mi, para los re­fu­gia­dos o los emi­gran­tes… ade­más de para otras ONG que no per­te­ne­cen a la Igle­sia. Siem­pre apor­tan sin mi­rar a quien, ni de que religión son, ni de que raza o et­nia es­ta­mos ha­blan­do. Y no como dice el ar­tícu­lo apo­yán­do­se en otro estu­dio: “como han es­truc­tu­ra­do su al­truis­mo en la pa­rro­quia, no se sien­ten obli­ga­dos a dar un do­na­ti­vo a un men­di­go en la ca­lle que les pide di­ne­ro de for­ma es­pon­tá­nea”.  No es por eso, se­ñor pro­fe­sor de Illi­nois, es por­que, aun­que no for­men par­te de la éli­te de los más in­te­li­gen­tes, pre­fie­ren que el di­ne­ro que ga­nan con el su­dor de su fren­te se uti­li­ce de una ma­ne­ra ra­zo­na­ble o no cai­ga en las re­des de una ma­fia.

Ya lo he di­cho an­tes, aun­que el ar­tícu­lo me ha do­li­do, a par­te de las in­ten­cio­nes de los que lo pu­bli­can, me ha he­cho pen­sar en cómo los cre­yen­tes lee­mos y vi­vi­mos el Evan­ge­lio, en cuál es nues­tra ca­pa­ci­dad dia­ria de con­ver­sión, en por­qué no so­mos todo lo bueno que de­bía­mos… Aun así, des­de siem­pre, sé que para el mun­do per­te­nez­co al reino de los ton­tos, gra­cias a Dios.

¡Fe­liz Ve­rano!

+ An­to­nio Gó­mez Can­te­ro
Obis­po de Te­ruel y Al­ba­rra­cín

Comentarios
1 comentarios en “‘El reino de los ton­tos’, por Antonio Gómez, obis­po de Te­ruel y Albarracín
  1. Pues creo que algo de razón tiene ese artículo.

    Empezando por lo del altuismo, ya Jesucristo nos dejó la parábola del buen samaritano. También se preguntó porqué, de aquellos diez leprosos que había curado, solo un extranjero volvió para dar gracias a Dios. Los buenos cristianos son más generosos que nadie, y han tenido una influencia decisiva en el desarrollo de todo lo relacionado con la asistencia social, escuelas, hospitales, etc; pero suelen ser una minoría, aunque asistidos por la gracia de Dios.

    En cuanto a lo de la inteligencia, el mismo Jesucristo alabo al Padre por haber ocultado las cosas evangélicas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. San Pablo también dijo: «Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale» (1 Cor 1,26-28).

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