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Mendigos de amor y siempre regalando amor

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El tema que más tin­ta ha gas­ta­do a tra­vés de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad ha sido el amor. Hom­bres de to­dos los tiem­pos han he­cho mu­chos es­fuer­zos por can­tar­lo, es­cri­bir­lo, pin­tar­lo, es­cul­pir­lo, desa­rro­llar su pro­ce­so des­de di­ver­sos ám­bi­tos de la cien­cia, etc. Pero to­dos los es­fuer­zos por can­tar su be­lle­za, con ta­len­to muy de­sigual, no han con­se­gui­do gran­des re­sul­ta­dos. No es una afirmación o una crí­ti­ca que quie­ra ha­cer con fa­ci­li­dad, pero los re­sul­ta­dos han sido muy pe­que­ños y siem­pre con me­di­das muy de­fi­cien­tes. El tema es fun­da­men­tal en la exis­ten­cia de los hom­bres: sin amor no so­mos, ni de­ja­mos ser. Los se­res hu­ma­nos so­mos men­di­gos de amor, es­ta­mos pi­dien­do ese amor que da ple­ni­tud a la vida, que la cons­tru­ye y que le da el equi­li­brio ne­ce­sa­rio para desa­rro­llar­se como lo que so­mos: ima­gen y se­me­jan­za de Dios.

Por to­dos los me­dios, en to­das las la­ti­tu­des de la tie­rra, bus­ca­mos que nos amen: ni­ños, jó­ve­nes, adul­tos y an­cia­nos, po­bres y ri­cos, to­dos los se­res hu­ma­nos bus­can y quie­ren ese amor que constru­ye sus vi­das. Na­die se sien­te a gus­to en la in­di­fe­ren­cia, en el des­en­cuen­tro, en el egoís­mo, en la in­con­si­de­ra­ción, en el en­fren­ta­mien­to. El ser hu­mano está crea­do para amar, fue­ra de esa atmós­fe­ra ni se co­no­ce, no co­no­ce a los de­más. Cuán­tas te­ra­pias, cuán­tos dis­cur­sos, cuán­tas cla­ses de es­cu­cha, cuán­tos pro­gra­mas de reha­bi­li­ta­ción… Cla­ro que creo en to­dos los mé­to­dos y me­dios de reha­bi­li­ta­ción del ser hu­mano, no nie­go nada que la cien­cia pue­da apor­tar, pero re­cuer­do con suma cla­ri­dad lo que un día me dijo un mu­cha­cho: «Pa­dre, ya ves cómo me río por fue­ra siem­pre, pero por den­tro es­toy siem­pre llo­ran­do». Com­pren­dí en­ton­ces más aun lo que es el amor que nos ofre­ce Je­su­cris­to y que está siem­pre que­rien­do que lo to­me­mos.

Esta se­ma­na he te­ni­do muy pre­sen­te lo que el do­min­go pa­sa­do Juan Bau­tis­ta dijo a sus dis­cí­pu­los. ¡Qué be­lla pre­sen­ta­ción de lo que el ser hu­mano ne­ce­si­ta y le da cu­ra­ción! El en­cuen­tro con Dios es cu­ra­ti­vo, sana y re­ga­la siem­pre vida a los de­más. Ni más ni me­nos que Juan Bau­tis­ta les hace una pre­sen­ta­ción de Je­sús: «¡Mi­rad, ese es el Cor­de­ro de Dios!». Es lo más gran­de que un ser humano pue­de dar a otro. No da teo­rías, les ofre­ce lo que ne­ce­si­tan para vi­vir y dar vida. No les im­po­ne, les ofre­ce se­guir a una per­so­na. Ellos si­guie­ron a Je­sús. El Bau­tis­ta ha­bía vi­vi­do y reconocido la pre­sen­cia en Él del Amor mis­mo de Dios. Y como eso es lo que ne­ce­si­ta­mos los hom­bres para vi­vir, él qui­so po­ner en sus ma­nos a sus pro­pios dis­cí­pu­los. Una di­rec­ción que tie­ne tres pa­sos: se­gui­mien­to, pre­gun­ta, res­pues­ta.

1. Se­gui­mien­to: si­guie­ron a Je­sús, se in­tere­sa­ron por sus pa­sos y hue­llas. Sa­bien­do que no ha­cían el se­gui­mien­to de sier­vos o de es­cla­vos. Je­sús re­ve­la un tipo de se­gui­mien­to en el que Él ofre­ce la tras­pa­ren­cia de su vida. Y en esa tras­pa­ren­cia está su amor que se ma­ni­fies­ta.

2. Pre­gun­ta: el se­guir a Je­sús su­pu­so, de al­gu­na ma­ne­ra, que lo ha­bían de­ja­do en­trar en sus vi­das, les ha­bía im­pre­sio­na­do su modo de mi­rar­los. Nos dice el Evan­ge­lio que «se vol­vió y al ver que lo se­guían les pre­gun­tó: “¿Qué es­táis bus­can­do?”». El Se­ñor cier­ta­men­te en­tra en sus vi­das y plan­tean eso que to­dos ne­ce­si­ta­mos que al­guien nos res­pon­da: «Maes­tro, ¿dón­de vi­ves?». Ese «¿dónde vi­ves?» tie­ne una hon­du­ra es­pe­cial; más bien es ¿des­de dón­de vi­ves?, ¿qué ma­nan­tial te ali­men­ta? Desea­mos que nos di­gas lo que todo ser hu­mano bus­ca y más ne­ce­si­ta para vi­vir. ¿Qué bus­ca­mos siem­pre  to­dos los hom­bres en lo más hon­do de nues­tra vida? ¿Qué? No hay una res­pues­ta teó­ri­ca, sino el en­cuen­tro con quien ama y da un Amor in­con­di­cio­nal, que cons­tru­ye y ele­va y que no se que­da en no­so­tros, es di­fu­si­vo.

3. Res­pues­ta: hi­cie­ron caso a la pro­pues­ta de Je­sús: «Ve­nid a ver­lo». Y se fue­ron a vi­vir con Él. Ellos die­ron una res­pues­ta que los lle­nó de fe­li­ci­dad. Aque­lla ex­pe­rien­cia que tu­vie­ron vi­vien­do con el Se­ñor, cam­bió sus vi­das de tal ma­ne­ra que bus­ca­ron a otros para que la tu­vie­ran tam­bién. Por­que el en­cuen­tro con quien nos ama y nos re­ga­la su Amor eli­mi­na nues­tra men­di­ci­dad, pues lle­na nues­tra vida de la ple­ni­tud del Amor, y nos hace ser men­sa­je­ros, mi­sio­ne­ros y da­do­res de ese mis­mo Amor que se nos ha re­ga­la­do en el en­cuen­tro con Je­su­cris­to.

Un Amor que no es una teo­ría: es una ma­ne­ra de vi­vir y de ac­tuar. Me vais a per­mi­tir que os diga con cla­ri­dad y con cier­to pu­dor, pues so­la­men­te el Se­ñor es ejem­plo de se­gui­mien­to, una experiencia per­so­nal. Sien­do jo­ven sa­cer­do­te, cuan­do aten­día a jó­ve­nes con di­fi­cul­tad, pude ver que ellos no que­rían ser to­le­ra­dos, desea­ban ser ama­dos, no as­pi­ra­ban a una fi­lan­tro­pía lle­na de pala­bras, sino a la úni­ca cosa que cu­ra­ba sus he­ri­das; y con ellos en­ten­dí lo que tan cla­ra­men­te dice el Se­ñor: «Na­die tie­ne amor más gran­de que el que da la vida por sus ami­gos» (Jn 15, 13).

Nun­ca de­mos la es­pal­da a quien es Amor, Je­su­cris­to. Para vi­vir ne­ce­si­ta­mos amor y ne­ce­si­ta­mos re­ga­lar­lo. De ahí que cuan­do Dios nos ha ha­bla­do en es­tos úl­ti­mos tiem­pos por me­dio de Je­sús su Hijo, como nos dice la Car­ta a los He­breos, con quien lle­ga la ple­ni­tud de los tiem­pos, nos dice con suma cla­ri­dad: «Este es mi man­da­mien­to: que os améis unos a otros como yo os he ama­do. Nadie tie­ne amor más gran­de que el que da la vida por sus ami­gos. Vo­so­tros sois mis ami­gos si ha­céis lo que yo os man­do» (Jn 15, 12-13). ¿Qué nos gus­ta­ría es­cu­char de al­guien con res­pec­to a noso­tros?, ¿yo te to­le­ro o te amo sin con­di­cio­nes? Como di­ría san Agus­tín, «la me­di­da del amor es el amor sin me­di­da», pero hay que en­ten­der bien al san­to doc­tor. Él no dice que el amor no tie­ne me­di­da, sino más bien que su me­di­da es amar sin me­di­da, amar en ac­tos y en ver­dad.

Con gran afec­to, os ben­di­ce,

+Car­los Card. Oso­ro,

Ar­zo­bis­po de Ma­drid

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