‘Creo en la San­ta Igle­sia’, por Juan José Asenjo, arzobispo de Sevilla

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Que­ri­dos her­ma­nos y her­ma­nas: Hace al­gún tiem­po, una re­vis­ta de al­can­ce na­cio­nal  me pi­dió que le pusie­ra por es­cri­to qué sig­ni­fi­ca para mí la Igle­sia. Pien­so que pue­de ser bueno que yo com­par­ta aque­lla re­fle­xión con los fie­les que Dios ha con­fia­do a mi cui­da­do pas­to­ral, má­xi­me en es­tos tiem­pos en que no po­cos creen que para ser cris­tiano no es ne­ce­sa­rio es­tar vi­si­ble­men­te en la Igle­sia, que su­pues­ta­men­te sería un es­tor­bo o una ins­ti­tu­ción pres­cin­di­ble. Son aque­llos que di­cen “Cris­to sí, la Igle­sia no”.

Es ver­dad que en el Cre­do, la Igle­sia es uno de los ar­tícu­los de la fe. Para mí, sin em­bar­go, la Igle­sia creída, an­tes que con­cep­to, idea o doc­tri­na, es una ex­pe­rien­cia vi­tal, una ex­pe­rien­cia de vida so­bre­na­tu­ral com­par­ti­da. Con el Con­ci­lio Va­ti­cano II, en­tien­do la Igle­sia como la En­car­na­ción con­ti­nua­da, como el sa­cra­men­to de Je­su­cris­to, su pro­lon­ga­ción en el tiem­po. La Igle­sia es Cris­to que si­gue en­tre no­so­tros predi­can­do, en­se­ñan­do, aco­gien­do, per­do­nan­do los pe­ca­dos, sal­van­do y san­ti­fi­can­do, has­ta el pun­to de que, como es­cri­bie­ra el P. De Lu­bac, si el mun­do per­die­ra a la Igle­sia, per­de­ría la Re­den­ción.

Para mí la Igle­sia no es el in­ter­me­dia­rio en­go­rro­so del que uno tra­ta de des­em­ba­ra­zar­se por inú­til y moles­to. Al con­tra­rio, es el ám­bi­to ne­ce­sa­rio y na­tu­ral de mi en­cuen­tro con Je­sús y la es­ca­le­ra de mi ascen­sión ha­cia Dios, en fra­se fe­liz de san Ire­neo. Sin ella, an­tes o des­pués, to­dos aca­ba­ría­mos abrazándo­nos con el va­cío, o ter­mi­na­ría­mos en­tre­gán­do­nos a dio­ses fal­sos.

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Para mí, ade­más, es el puen­te que sal­va la le­ja­nía, la dis­tan­cia y la des­pro­por­ción que exis­te en­tre el Cristo ce­les­tial, úni­co me­dia­dor y sal­va­dor úni­co, y la hu­ma­ni­dad no glo­ri­fi­ca­da y pe­re­gri­na. Con san Cipriano de Car­ta­go, con­ci­bo la Igle­sia como el re­ga­zo ma­terno que me ha en­gen­dra­do y que me per­mi­te ex­pe­ri­men­tar con gozo re­no­va­do cada día la pa­ter­ni­dad de Dios.

Al sen­tir­la como ma­dre, la sien­to tam­bién como es­pa­cio de fra­ter­ni­dad. Jun­to con sus otros hi­jos, mis her­ma­nos, la per­ci­bo como fa­mi­lia, mi fa­mi­lia, el ho­gar cá­li­do que me aco­ge y acom­pa­ña, como la mesa en la que res­tau­ro las fuer­zas des­gas­ta­das y el ma­nan­tial de agua pu­rí­si­ma que me re­nue­va y pu­ri­fi­ca. Reci­bo su Ma­gis­te­rio no como el yugo o la car­ga in­so­por­ta­ble que es­cla­vi­za y hu­mi­lla mi li­ber­tad, sino como un don, como una gra­cia im­pa­ga­ble, como un ser­vi­cio mag­ní­fi­co que me ase­gu­ra la pu­re­za ori­gi­nal y el mar­cha­mo apos­tó­li­co de su doc­tri­na.

Vivo mi per­te­nen­cia a la Igle­sia con ale­gría y con in­men­sa gra­ti­tud al Se­ñor que per­mi­tió que na­cie­ra en un país cris­tiano y en el seno de una fa­mi­lia cris­tia­na, que en los pri­me­ros días de mi vida pi­dió a la Iglesia para mí la gra­cia del bau­tis­mo. Si no fue­ra por ella, es­ta­ría con­de­na­do a pro­fe­sar la fe en so­li­ta­rio, a la in­tem­pe­rie y sin res­guar­do. Gra­cias a ella, me alien­ta y acom­pa­ña una au­tén­ti­ca comunidad de herma­nos.

Vivo tam­bién mi per­te­nen­cia a la Igle­sia con or­gu­llo, con la con­cien­cia de ser miem­bro de una bue­na fami­lia, una fa­mi­lia mag­ní­fi­ca, una fa­mi­lia de ca­li­dad, pues si es ver­dad que en ella hay som­bras y arrugas por los pe­ca­dos de sus miem­bros, es tam­bién cier­to que la luz, ayer y tam­bién hoy, es más intensa que las som­bras, y que la san­ti­dad, la ge­ne­ro­si­dad y el he­roís­mo de mu­chos her­ma­nos y her­ma­nas nues­tros es más fuer­te que mi pe­ca­do y mi me­dio­cri­dad.

Vivo ade­más mi per­te­nen­cia a la Igle­sia con amor, no re­fe­ri­do a una Igle­sia so­ña­da e ideal, que sólo existi­rá des­pués de la con­su­ma­ción de este mun­do, sino a esta Igle­sia con­cre­ta que aca­ba de en­trar en el ter­cer Mi­le­nio del cris­tia­nis­mo bajo el ca­ya­do de los pa­pas san Juan Pa­blo II, Be­ne­dic­to XVI y el San­to Pa­dre Fran­cis­co. Y por­que la amo, me due­len has­ta el hon­dón del alma las ca­ri­ca­tu­ras in­jus­tas y grotescas y las des­fi­gu­ra­cio­nes gra­tui­tas y ma­lé­vo­las de quie­nes ha­blan de ella sin co­no­cer­la, sin vi­vir en ella y des­de ella. Me due­len las cam­pa­ñas de quie­nes no pier­den la oca­sión, aún la más es­per­pén­ti­ca y dis­pa­ra­ta­da, para des­acre­di­tar­la, de­cre­tan­do que su ci­clo vi­tal toca a su fin y me­llan­do la con­fian­za de los fie­les en sus pas­to­res. Me due­len, so­bre todo, los zar­pa­zos de sus pro­pios hi­jos y las crí­ti­cas desconsidera­das y ne­ga­ti­vas que no na­cen del amor.

Qui­sie­ra vi­vir mi per­te­nen­cia a la Igle­sia con res­pon­sa­bi­li­dad como cris­tiano y como pas­tor, de ma­ne­ra que mi vida sea una in­vi­ta­ción tá­ci­ta a pe­ne­trar en ella, co­no­cer­la,  vi­vir­la y sen­tar­se a su mesa. Qui­sie­ra, por fin, que lo que la Igle­sia es para mí, lo sea tam­bién a tra­vés de mí, es de­cir, re­ga­zo ma­terno y cá­li­do ho­gar, puen­te, es­ca­le­ra, lu­gar de en­cuen­tro, mesa fra­ter­na, ma­nan­tial y, so­bre todo, anun­cio in­can­sa­ble del Se­ñor a mis her­ma­nos, muy es­pe­cial­men­te a aque­llos que la pro­pia Igle­sia ha con­fia­do a mi ministerio.

Deseán­doos un fe­liz día del Se­ñor, para to­dos, mi sa­lu­do fra­terno y mi ben­di­ción.

+ Juan José Asen­jo Pe­le­gri­na

Ar­zo­bis­po de Se­vi­lla

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