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Aquí estoy para hacer tu voluntad

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El tiem­po de la Na­vi­dad ha ter­mi­na­do y la Li­tur­gia co­mien­za otro ci­clo, en el que se abre el ho­ri­zon­te de la vida or­di­na­ria, la reali­dad del día a día, para ilu­mi­nar­la des­de la fe. La Pa­la­bra de Dios se cen­tra en un tema im­por­tan­te, en los re­la­tos don­de Dios se hace vi­si­ble al co­ra­zón y nos pide que le si­ga­mos. La ini­cia­ti­va par­te de Él y nos ani­ma ex­pre­sa­men­te que nos una­mos a su cau­sa. Es con­ve­nien­te que nos to­me­mos en se­rio el re­la­to del Evan­ge­lio, por­que nos ayu­da­rá a to­mar pos­tu­ra y ver cómo es Je­sús quien lla­ma di­rec­ta­men­te a los que se­rán sus dis­cí­pu­los, a la vez que se­ña­la el sumo res­pe­to con que lo hace. Dios tie­ne la ini­cia­ti­va, pero la de­ci­sión es de ellos. San Mar­cos sub­ra­ya el pun­to de par­ti­da de la ne­ce­si­dad del hom­bre de abrir­se a nue­vos ho­ri­zon­tes, de bus­car res­pues­tas, y des­ta­ca la ini­cia­ti­va de Je­sús, que les dice: “¿Qué bus­cáis?”, cu­rio­sa­men­te ellos le res­pon­den con otra pre­gun­ta, “¿dón­de vi­ves?”. Este mo­men­to es muy ín­ti­mo, se acen­túa una especial aten­ción de Je­sús ha­cia los dis­cí­pu­los y de ellos ha­cia Je­sús, por­que ya les ha­bía ha­bla­do Juan el Bau­tis­ta de Él. Todo re­sul­ta ser algo más que una sim­ple cu­rio­si­dad, era una ne­ce­si­dad de co­no­cer me­jor a Je­sús. La vía que les ofre­ce el Se­ñor es la de los sen­ti­dos: “Ve­nid y ve­réis”. Ellos fue­ron y “se que­da­ron”. Todo ha pa­sa­do rá­pi­do, ha bas­ta­do con bus­car para en­con­trar, con escuchar y con ver, para se­guir a Je­sús y per­ma­ne­cer con Él. Esta ha sido la aven­tu­ra de la fe y la con­fian­za, igual que les su­ce­dió a los de Emaús.

Los pri­me­ros pa­sos pa­re­cen sen­ci­llos, pero su­po­nen tam­bién un de­jar­se lle­var por la gra­cia de Dios, que es la que ac­túa. Re­cor­dad la es­ce­na de pre­di­ca­ción de Pa­blo en Fi­li­po, allí ha­bla a un gru­po de mu­je­res. To­das le es­cu­chan. En­tre ellas se en­cuen­tra Li­dia, una ven­de­do­ra de púr­pu­ra, te­me­ro­sa de Dios. Tam­bién ella es­cu­cha con las de­más. Pero de ella, por en­ci­ma de las otras, es­cri­be San Lu­cas: “El Se­ñor abrió su co­ra­zón para que hi­cie­se caso de las co­sas que Pa­blo de­cía” (Hch. 16, 13ss). Aquí ve­mos cómo ac­túa la gra­cia en el co­ra­zón del oyen­te. Es Dios el que toca el co­ra­zón, el que lle­va la ini­cia­ti­va. El mis­te­rio que he­mos vi­vi­do en es­tas fies­tas de la Na­vi­dad nos ha en­se­ña­do mu­cho, el Hijo, el en­via­do por Dios, se hizo hom­bre para lla­mar al hom­bre. Hoy es­ta­mos vien­do que el Se­ñor no pier­de el tiem­po y así lla­mó Cris­to a “los que Él qui­so” de en­tre to­dos sus dis­cí­pu­los, nos está ur­gien­do a no­so­tros a abrir los ojos, a es­cu­char, a se­guir­le para pre­di­car, para anun­ciar la gran­de­za del Plan de Sal­va­ción de Dios para toda la hu­ma­ni­dad. Je­sús nos in­vi­ta a per­ma­ne­cer con Él.

Hoy, Dios te está lla­man­do a re­pro­du­cir y re­vi­vir los mis­mos sen­ti­mien­tos del Hijo, que por amor sale a nues­tro en­cuen­tro para lle­var a cabo la ta­rea evan­ge­li­za­do­ra, la mi­sión: “Como me ha envia­do a mí el Pa­dre, así tam­bién yo os en­vío a vo­so­tros” (Jn 20,21). El en­tra­ma­do de cada vo­ca­ción, o me­jor aún, su ma­du­rez, con­sis­te en se­guir a Je­sús en el mun­do, para ha­cer, como Él, de la vida un don, un re­ga­lo. El evan­ge­li­za­dor ha de ser ca­bal dis­cí­pu­lo de Cris­to. Sólo así po­drá no li­mi­tar­se a un mero pre­di­car, sino que tie­ne que ser un tes­ti­go de Cris­to. Mien­tras que la pre­di­ca­ción se hace con los la­bios, el tes­ti­mo­nio nos exi­ge dar la vida.

Ven­ga, mu­cho áni­mo, no te fal­ta­rá la fuer­za de Dios.

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