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Cinco Papas y un Concilio

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385820_10150483573928339_112422933338_9040087_1272116562_nEl 25 de enero de 1959 anunció el Papa Juan XXIII la convocatoria de un Concilio Ecuménico; el 11 de octubre de 1962 se inauguró la primera sesión del Vaticano II. Y en los primeros meses de 1963 cursaba yo estudios de Derecho Canónico e Historia de la Iglesia en la Universidad de Bonn.

Un día, al pasar en mi Facultad por delante de una de las carteleras de anuncios, vi en ella un letrero: “El Prof. Josep Ratzinger, que ha asistido como Perito a la Primera sesión del Concilio Vaticano II, dará cuatro conferencias sobre el mismo los días ..… a las ..… en el aula ….”.

Dado que en aquellos momentos el tema conciliar estaba de total actualidad, me propuse acudir a tales conferencias. Yo no había oído hablar en mi vida del Profesor Ratzinger, pero me informaron de que era desde poco tiempo antes catedrático de Teología Fundamental en aquella misma universidad, y de que el Cardenal Arzobispo de Colonia lo había llevado al Concilio como uno de sus asesores. Así que me pareció que podía ser interesante lo que tuviera que contar.

El primer día, acudí al aula de referencia pocos minutos antes de la hora fijada. Acostumbrado al sistema español, pensé que con llegar cinco minutos antes entraría sin más en el aula y encontraría un sitio en el que me acomodarme. Pero de eso nada. La puerta estaba entornada, un señor con una mesita vendía entradas, y una larga cola aguardaba para irlas comprando y entrar a la conferencia. La verdad es que no me extrañó, en un país donde si le pedías un pitillo a un compañero entre clase y clase te lo daba pero tú se lo pagabas, y en que si ibas de visita, a ver a alguien que viviera en un piso alto, o subías a pie o echabas una moneda en la maquinita que había en el ascensor para que éste se pusiera en movimiento. Allí ni derrochaban ni regalaban, no.

Aguardé en la cola, y cuando quedábamos unos quince por entrar retiraron la mesita, cerraron la puerta, y nos dejaron en el pasillo. Todos los asientos estaban ya ocupados. De los quince que no pudimos acceder al aula, catorce eran alemanes y uno español. Aquéllos se marcharon disciplinadamente; el español entró por una ventana. Nadie me dijo nada; yo pensé que su seriedad les llevó a pensar que si alguien entraba por la ventana es que era así como debía hacerlo. Y los demás días ya procuré llegar con tiempo, pagué mi entrada y me acomodé debidamente.

Vamos ahora a lo que dijo el conferenciante. Lo resumiré mucho, por un doble motivo: porque ni todo lo que expuso interesa aquí, ni mi alemán era suficiente como para enterarme bien de todo. Habló de muchas cosas, pero con lo que yo me quedé fue con lo siguiente. El anuncio del Concilio por Juan XXIII había sido fruto de “un toque inesperado, un haz de luz de lo alto”, una súbita inspiración del cielo. Y para atreverse a tal convocatoria había que ser un hombre audaz, un hombre más entusiasta que reflexivo: el Papa Roncalli. Y así, bajo ese impulso humano y sobrenatural, se acababa de inaugurar el Vaticano II. Pero la celebración del Concilio no iba a ser una cuestión de inspiraciones; habría que leer uno por uno y con cuidado cada dictamen, cada informe; habría que revisar cada documento; meterle pluma a cada texto; devolver cada propuesta debidamente analizada; discutir cada resolución. Era una labor de muchos años de mesa de trabajo, y de paciente y cuidadosa elaboración de los documentos que saldrían de la mano de los Padres conciliares,  y que el Papa tendría que promulgar.

¿Y luego? Concluido el Concilio, habría que darlo a conocer. El Papa tendría que salir a la plaza pública; tendría que recorrer todo el mundo; que explicar catequéticamente la doctrina; que hacer llegar a todos, en un lenguaje por todos comprensible, las enseñanzas conciliares.

¿Y luego? Luego sería preciso escoger los puntos doctrinales fundamentales, los que constituyen el nervio y el centro de nuestra fe, tal como el Concilio los hubiese formulado, y fundamentarlos teológicamente, con bases científicas y doctrinales sólidas y capaces de transmitir la enseñanza perenne de la Iglesia en el contexto del Concilio y de frente a las exigencias de una nueva época de la historia.

La idea me pareció clarísima. Pero todo eso, por tiempo y por preparación, no podría hacerlo un único Papa, pensé. Ratzinger así lo dio también a entender. Y entonces, al poco tiempo de inaugurarse el Concilio, tras el fallecimiento de Juan XXIII, un Papa reflexivo y hombre de mesa de estudio, Pablo VI, llevó adelante el Concilio, analizó sus textos, sugirió, enmendó, promulgó; hizo el Concilio. Y luego vino un catequista: Juan Pablo II recorrió el mundo entero explicando a todos, en el lenguaje que todos comprendíamos, las doctrinas conciliares. Y luego vino un gran teólogo, Benedicto XVI, y consolidó científicamente las enseñanzas fundamentales. O sea, tal como había pronosticado el Profesor Ratzinger, hasta llegar a profetizar su propio pontificado. ¿Profetizar? Nada de eso; no un profeta, un sabio había hablado en la Universidad de Bon  y  había comprendido y razonado en líneas generales cuáles serían las necesidades de la Iglesia en los próximos años. Unas necesidades que todos podíamos intuir y él supo dibujar con acierto.  Lo demás fue solamente que yo fui comprobando que Dios daba a la Iglesia en cada momento el Papa en cada momento necesario.

Ahora el Papa se llama Francisco. El ciclo de celebrar, difundir, consolidar el Concilio está ya concluido. Ahora toca aplicarlo, y el modo de aplicar la norma al mundo de hoy ha de pasar por la humildad del gobernante, el afán del misionero, el amor del padre y la cercanía del hermano. Esto nos ha dado Dios con el Papa Francisco. Y Dios sabe muy bien lo que necesitamos.

 

   

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