Toda autoridad viene de Dios (cf. Prov 8, 15;Rom 13, 1-7), la Escritura asocia el concepto de autoridad al de constricción, en efecto, explica que el hombre ha perdido, por su culpa, el control de sus pasiones y, como Caín y tantos otros, está expuesto a dejarse arrastrar a los peores extremos. Así -dada nuestra condición caída- al Estado le corresponde un poder coactivo y penal contra los infractores del derecho, cuya autoridad debe consecuentemente, dado su origen y fin, atenerse a la ley moral. Ya en tiempos inmemoriales la religión y el poder temporal estaban estrechamente vinculados casi hasta aparecer como un solo «poder». En tiempos de nuestro Señor Jesucristo, esta unidad genérica confluía específicamente de dos fuentes: la prerrogativa «divina» del César romano, y la dimensión teocrática de los dirigentes israelitas. El «Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia» pone de manifiesto que «Jesús, el Mesías prometido ha combatido y derrotado la tentación de un mesianismo político, caracterizado por el dominio sobre las Naciones». El Malo buscó verificar sus deseos satánicos de «temporalizar» la misión salvífica del Señor:
De nuevo le llevó el diablo a una montaña muy alta, y mostrándole todos los reinos del mundo y su gloria, le dijo: “yo te daré todo esto si postrándote me adoras”. Entonces Jesús le dijo: “Vete, Satanás, porque está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás”. Dejóle entontes el diablo, y he aquí que ángeles se le acercaron para servirle» (Mt 4, 8-11), (cf. Lc 4, 5-8).
Jesús desacraliza el poder político, y rechaza el poder opresivo y despótico de los jefes sobre las Naciones (cf. Mc 10, 42), y su pretensión de hacerse llamar benefactores. En la diatriba sobre el pago del tributo al César, afirma que es necesario dar a Dios lo que es de Dios, (Mt 22, 15-22), condenando así cualquier intento de divinizar y de absolutizar el poder temporal: sólo Dios puede exigir todo del hombre, y al privar al Estado de cualesquier pretensión sacral, Jesús le sitúa en su verdadera función impidiendo que el Estado se coloque en un plano divino, y que Él mismo y su Cuerpo, la Iglesia, sean reducidos a un nivel temporal. La universalidad y sacralidad del Reino de Cristo no consiente ya teocracias, el Mesías supera el orden sacral de la Antigua Ley, derogando las sacralidades mosaicas y fundando un nuevo orden de sacralidades. La función cultual del Templo de Jerusalén ha sido superada, porque el Templo es Él mismo:
«Entonces los judíos le dijeron: “¿Qué señal nos muestras ya que haces estas cosas”? Jesús les respondió: “Destruid este Templo, y en tres días yo lo volveré a levantar”. Replicáronle los judíos: “Se han empleado cuarenta y seis años en edificar este Templo, y Tú, en tres días lo volverás a levantar? Pero, Él hablaba del Templo de su cuerpo»(Jn, 2, 21), «nosotros le hemos oído decir: “Derribaré este Templo hecho de mano del hombre, y en el espacio de tres días reedificaré otro no hecho de mano de hombre» (Mc 14, 58).
Con Jesucristo el sacrificio mosaico ya no tiene vigencia, tampoco la Ley antigua, Él es la Ley y el Sacrificio. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (Catecismo 675).Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia… sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, «intrínsecamente perverso» (cf. Pío XI, carta enc. Divini Redemptoris, condenando «los errores presentados bajo un falso sentido místico» «de esta especie de falseada redención de los más humildes»; GS 20-21) (Catecismo 676). La excesiva concentración del poder, y sus intentos de perpetuación, pueden llegar a ser abiertamente malignos e incluso demoníacos como se puede entrever en la dimensión política del Anticristo (Ap 13, 5-8). El P. Leonardo Castellani, lo explica así:
«¡Ay de los pueblos cuando la Autoridad comienza a escribirse con mayúscula! Entonces toma el lugar de la Verdad, que ésa sí lleva mayúscula, por ser Dios mismo. El mundo sabe bien actualmente lo que es el Estado con mayúscula: el Estado con mayúscula es la inmoralidad organizada. ¿Quién dijo eso? San Agustín lo dijo y también Nietzsche; aunque con sentidos diferentes. Los fariseos eran muy patriotas: la «patria» en tiempo de Cristo era una mafia de ladrones armados hasta los dientes; tanto la patria de los romanos como la de los judíos. Por eso Cristo se negó a pronunciarse en esa discusión «nacionalista» que encandecía los ánimos en su tiempo y a la cual fue provocado. —Yo rehúso tomar partido en las contiendas de la iniquidad. No importa: lo acusaron ante Pilatos de «nacionalista», es decir, de «nazi».» (El Dulce Nazareno).
No puede el hombre dejar de reaccionar ante la negación de los poderes públicos de sus derechos más fundamentales como los relativos a la familia o a la libertad religiosa. La aceptación «pasiva» a un dominio que apunte a «abolirle», sería una perversión. Ante tal dominio, es legítimo por lo tanto «defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados» (Pío XI, al Episcopado mexicano), ergo, la sociedad no puede quedar abandonada a los «criminales sin conciencia» o sometida al arbitrio de los «malhechores internacionales» (Pío XII, 3-10-1953), «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29).