+ Padre Christian Viña
Cambaceres, martes 14 de agosto de 2018.
San Maximiliano Kolbe, mártir; patrono de la familia y de los comunicadores católicos
Un amigo comerciante, que tiene un negocio de comida rápida, al paso, en pleno centro de Buenos Aires, me contó un hecho que le tocó protagonizar –y que parece salido de una obra surrealista- el pasado miércoles 8, día del debate por el aborto, en el senado. Avanzaban varias abortistas, con su infaltable pañuelo verde, en columna hacia la concentración frente al Congreso, cuando de pronto una enorme rata (“casi un gato”) se escapó de una alcantarilla, con el fin de meterse en el local gastronómico. Rápido de reflejos, tomó una escoba para impedir la invasión del roedor, y terminar con su existencia. Y, hete aquí, que las feministas empezaron a insultarlo, y amenazarlo por el hostigamiento hacia el animal. Y cuando mi amigo, felizmente –y no sin ardua lucha-, logró acabar con el pestilente intruso debió soportar, durante largos minutos, que las desaforadas le gritaran ¡a-se-si-no, a-se-si-no!
Con admirable tranquilidad, mientras alzaba su trofeo para tirarlo a la basura, les respondió: Ningún asesino. Solo busco salvar la vida del niño por nacer, de su madre, de ustedes, y de todas las personas que pueden ser matadas por ratas como esta. Rojas de ideología y de bronca siguieron insultándolo unos instantes más; hasta que su líder las obligó a seguir la marcha, y no perder tiempo –textual- con este nazi…
Mi amigo, gracias a Dios, muy bien formado y con una fe profundísima, luego de lavarse las manos, y antes de continuar su trabajo, tomó el Rosario para rezar por la conversión de sus agresoras. Como dice Cristo –me confió luego- estos demonios solo se vencen con oración y ayuno (Mt 17, 21).
La grave emergencia antropológica sobre la que viene advirtiendo desde hace años Mons. Héctor Aguer, ha mostrado en estos meses, en Argentina, todo su patetismo y crueldad. Ejemplos como este, que acabo de contar, abundaron en este debate sobre el abominable crimen del aborto, como lo define el Concilio Vaticano II. Y, por supuesto, pueden verificarse todos los días, en la vida cotidiana.
Abundan personas que gastan fortunas en perros, gatos y toda clase de mascotas, y son incapaces de dar un centavo para ayudar a un niño por nacer, a un niño pobre, a un desocupado, o a un anciano sin recursos. Ya sé que me dirán que no es incompatible; que los animales también son criaturas de Dios y que, por eso, hay que cuidarlas. ¡Sí, obviamente, son criaturas de Dios pero no son hijos de Dios! Y es de lo más elemental del catecismo de iniciación cristiana que el hombre, la única criatura a la que Dios amó por sí misma (Gaudium et spes, 24), está en el centro de la creación. Todas las creaturas, por lo tanto, están a su responsable servicio. Y él, obviamente, al servicio de Dios. ¡Terminemos, entonces, de una buena vez, con esta idolatría mascotera, que solo contribuye a la progresiva aniquilación del hombre! Me adelanto, desde ya, a las críticas. No soy ningún insensible; soy un Sacerdote preocupado por el destino de mis hijos. No me opongo, claro está, a la compañía que las mascotas pueden darles a niños, enfermos, y ancianos. Preferiría, de cualquier modo, que esa compañía se las diesen sus padres, hijos, hermanos o nietos…
Se está cumpliendo, inexorablemente, aquella profecía de Chesterton: Llegará el día en que será preciso desenvainar la espada por afirmar que el pasto es verde en verano. El pecado personal, y las estructuras de pecado, están pervirtiendo de tal manera al hombre que ya ni siquiera está teniendo capacidad para pensar y razonar.
Y es que la crisis de la razón lleva inevitablemente a la crisis de fe. En otras palabras: hay crisis de fe porque los incrédulos y los tibios se resisten a pensar. La fe y la razón –como bien nos enseñó San Juan Pablo II, a quien tanto extrañamos- van juntas y no pueden excluirse. Lo contrario sería firmar la partida de defunción de ambas. Sin fe y sin razón solo hay lugar para el totalitarismo de las sensaciones, de los placeres fugaces y de los sentimientos mezquinos y caprichosos.
Una de las grandes enseñanzas que nos está dejando esta feroz embestida abortista contra nuestra Argentina, y los demás países hispanoamericanos, africanos y asiáticos, pobres o empobrecidos, es que no existe ningún límite en el ensañamiento contra la persona humana; a la que se busca destruir. El hembrismo no solo persigue terminar con el machismo; sino con toda la especie humana. Es la cruel expresión posmoderna y posverdad –como la llaman sus ideólogos- del combate entre la descendencia de la Virgen y la del demonio (Gn 3, 15).
Lo hemos afirmado en otras ocasiones, y vale reiterarlo aquí: Lutero (hijo del nominalismo) dijo: Dios, sí; Cristo, sí; Iglesia, no. La revolución másonica, desatada en Francia en 1789, dijo: Dios, sí; Cristo, no; Iglesia, no. Pocas décadas después, el marxismo dijo: Dios, no; Cristo, no; Iglesia, no. Y, hace exactamente 50 años, en 1968, el hippismo, la revolución sexual, y el mayo francés, dijeron: Dios, no; Cristo, no; Iglesia, no; el hombre, no. Todo concluye con la aniquilación del ser humano. Y, no casualmente, la única negación que se repite es: Iglesia, no. Se comprende, así, la consecuente campaña de los abortistas argentinos para luchar por la separación de la Iglesia y del Estado. Que están, dicho sea de paso, separados; pues, por ejemplo, no gobierna el país el Cardenal Arzobispo de Buenos Aires sino el presidente de la Nación. Y, si se refieren a los subsidios estatales que el Estado da mensualmente a los obispos, ellos son solo una devolución, con cuentagotas, de la multimillonaria expropiación de los bienes de la Iglesia, por parte del masónico presidente Bernardino Rivadavia, hace casi 200 años. Y que hoy ascenderían, aproximadamente, a mil millones de dólares…
Digan lo que digan las multinacionales abortistas, sus personeros nativos, las ONG verdes, la oligarquía mundialista y la usura internacional, la Iglesia es muy anterior al Estado en el territorio que hoy ocupa nuestra amada Argentina. ¡No se entiende nuestro país sin sus iglesias, conventos, universidades, colegios y escuelas de oficio; hospitales y otros centros de formación y de salud, muy previos a nuestra organización jurídica! El 1° de Abril de 1520, Domingo de Ramos, el padre Pedro de Valderrama, que vino a bordo de la expedición de Hernando de Magallanes, celebró la Primera Misa en el actual Puerto San Julián, de nuestra provincia de Santa Cruz. Ese es el cristocéntrico y verdadero nacimiento de nuestra Nación. ¡Tres siglos antes del primer gobierno autóctono…!
Mucho se habló, en estos tiempos, de la falta de educación en nuestras jóvenes para que no tengan que abortar. Pero, obviamente, dejando al aborto como última instancia; en caso de que los otros métodos anticonceptivos fallasen. Poco y nada se habló de las virtudes; de la castidad, de la virginidad hasta el matrimonio, y de la absoluta fidelidad en el mismo. Lo auténticamente revolucionario hoy –más que nunca- no es la promiscuidad sino la castidad. Porque solo los puros verán a Dios (Mt 5, 8). Y ha quedado bien demostrado que este pansexualismo solo lleva a la esclavitud y al exterminio de quienes son un rebaño para el abismo, la Muerte es su pastor, y bajan derecho a la tumba (Sal 49, 14).
Sí, por supuesto, falta muchísima educación para erradicar la pobreza (que sigue aumentando y trepó, en los últimos meses, al 32% de la población argentina); la indigencia y la exclusión. Y para luchar, decididamente, contra la injusticia social, que favorece no solamente la así llamada grieta, sino el auténtico abismo entre nosotros (Lc 16, 26).
Ya lo advirtió, sabiamente, San Juan Pablo II: Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia (Centesimus annus, 46; y Veritatis splendor, 101). Y esto es lo que está sucediendo en Argentina.
Sí, por supuesto, falta muchísima educación. Y, mucho más que eso, falta una auténtica revolución moral, que cambie las estructuras, y coloque en el gobierno, con otro sistema, a los más honestos, los más rectos, los más sabios; en suma, a los más patriotas. Solo entonces se sabrá distinguir, nítidamente, la diferencia abismal que existe entre una rata, y un niño por nacer, que espera de su madre, de su padre, y de todos los adultos responsables, que lo dejen vivir…
Según estas mentes desquiciadas y quebrayan en lo satánico, es asesinato matar una rata pero es de lo más normal matar un niño…