+ Padre Christian Viña
Hace unos años fui a darle la Unción de los Enfermos a una viejita correntina, que agonizaba en uno de los hogares más pobres de Villa Tranquila; en una de mis parroquias. Lucía en su pecho el pañuelo celeste de la Virgen de Itatí; y –en una escena realmente conmovedora- estaba rodeada de sus hijos, nietos y bisnietos, que rezaban con honda piedad. Falleció a las pocas horas, y fue velada en la misma casa. Al celebrar el responso, destaqué que ese pañuelo celeste –que exhibía también en el ataúd- era el signo exterior de la maternal protección de la Madre de Dios; y que, por ello, la argentinísima anciana de la Mesopotamia pudo llegar a ser una coherente madre y abuela cristiana, y morir con el auxilio de los sacramentos de la santa religión católica.
A horas de celebrar, una vez más, el 9 de Julio, la fiesta de Nuestra Señora de Itatí, y otro aniversario de la Declaración de la Independencia Nacional, el recuerdo de aquella hermana se me hizo presente con particular intensidad. Muy probablemente porque el pañuelo celeste se ha convertido, en nuestra Argentina desquiciada, en el símbolo de quienes luchan por salvar las vidas de los niños por nacer y de sus madres; frente al ataque exterior, y la conmoción interior, de las fuerzas abortistas. Aquella venerable mujer, a la que tuve el honor de asistir en su hora final como sacerdote, mostró en dicho símbolo al testigo de la victoria de la gracia de Dios, en su vida. Nuestras mujeres, hoy, lo lucen como distintivo de quienes no reniegan de ser mujeres; ni de ser –o estar llamadas a ser- madres. Y como recordatorio de que la Mujer vestida del sol (Ap 12, 1) es el modelo perfecto de la dignidad de la mujer.
La Virgen María ha querido regalarnos el celeste de su manto, con especial predilección, en distintos y especialísimos momentos de nuestra vida nacional. En más de una oportunidad, de cualquier modo, fuimos con ella y, por cierto, con su Divino Hijo, especialmente desagradecidos… Una y otra vez de cualquier modo ha vuelto, como solo una buena Madre puede hacerlo, con su discreta y obsequiosa insistencia.
Con pocos años de distancia, el celeste se lució en Nuestra Señora de Itatí (1615); Nuestra Señora del Valle (1618), y en Nuestra Señora de Luján (1630), en lo que el recordado Cardenal Antonio Quarracino denominó como el triángulo mariano de Argentina. Manuel Belgrano, gran devoto de la Virgen de Luján, tomó el celeste para crear, junto al blanco, la Bandera Argentina, en 1812. El celeste de la Virgen brillaba, con intensidad, en las imágenes que de ella llevaron nuestros soldados en las batallas por la Independencia; en las luchas contra las agresiones exteriores, y en la Operación Virgen del Rosario, con la que se inició la gesta de Malvinas. Celeste, y bien intenso, es el cielo donde sus plantas están, canto a la flor de Luján, canto a la Madre de Dios; como inmortalizara en aquella famosa payada nuestro inolvidable padre Leonardo Castellani.
El celeste de la Virgen ha sido siempre regalo y conquista: regalo en cuanto don inmerecido, llamado a ser cuidado; y conquista en cuanto esfuerzo para sembrar y regar (1 Cor 3, 7), con ansias de eternidad. No hay color más oportuno, para indicarnos lo que nos aguarda.
El celeste de la Virgen nos recuerda que ella es parte de ese cielo irrepetible, en donde los niños son los auténticos privilegiados (Mt 19, 14). Y que ningún poder en la tierra quedará impune si solo busca su exterminio.
El celeste de la Virgen expresa, entonces, gratitud y compromiso; convicciones y valentía. Y nos recuerda aquel otro celeste, el del mar que, en el horizonte, se besa con el cielo, como expresara bellamente el genial Hugo Wast.
Un siglo antes de las manifestaciones de Itatí, del Valle y de Luján, el 1° de Abril de 1520, Domingo de Ramos, en el actual Puerto San Julián, en nuestra provincia de Santa Cruz, se celebró por primera vez la Santa Misa, en lo que hoy es nuestro territorio nacional. Fue con el marco de la expedición de Hernando de Magallanes; y celebró el Santo Sacrificio el sacerdote español, padre Pedro de Valderrama. El celeste de la Virgen daba a luz, en nuestra helada Patagonia, al Sol sin ocaso. Dicen, al respecto, los buenos investigadores de la historia; los que no se rinden ante la historiografía liberal, masónica y definitivamente tendenciosa, que este es el día en que nació la patria argentina, fruto de la gran nación hispanoamericana, que comenzó el 12 de Octubre de 1492. No nació la patria, como se afirma, el 25 de Mayo de 1810; con nuestro primer gobierno autóctono. Sostienen eso, consciente o inconscientemente, los que buscan extirparle a la Argentina, su raíz hispánica y católica.
Vino, entonces, el celeste de la Virgen en los barcos de quienes nos trajeron a Jesucristo. Y nos enseñaron que el único Sacrificio agradable a Dios es el de su Hijo en la Cruz; y, ciertamente no, los sacrificios humanos que se realizaban en nuestro continente antes de 1492, y que hoy, con el humanicidio del aborto, buscan reanudarse, con el mentiroso argumento de la libertad de elección. En otras palabras: quienes se dicen de avanzada y progresistas, pretenden retrotraernos cinco siglos; a las épocas en que los indígenas más débiles sufrían el genocidio, la tortura, los vejámenes y el saqueo de los más fuertes…
A punto de cumplirse 500 años de aquella Primera Misa, el celeste se alza entonces como eterno y mariano mandato. Está en juego, precisamente, la subsistencia misma de la humanidad. Por eso, el Evangelio de la Vida y la Familia no es un añadido o una opción; es el desafío central de la Iglesia y de la Patria, en este Tercer Milenio. El Señor de la Historia nos pedirá cuentas (Mt 25, 31 – 46) sobre lo que hicimos con nuestros pobres más pobres; hoy, más que nunca, los niños por nacer.
Bienvenida, entonces, la ola celeste; que se abre paso, a puro coraje, entre tanta anticultura de la muerte, tanta perversión, y tanta corrupción, disfrazadas del inexistente derecho a aniquilarnos y a matar bebés, luego de espantosas torturas… Bienvenida, una vez más, Virgen Santísima, a nuestras vidas errantes… Que tu celeste cubra todo nuestro territorio. Y, más allá de cualquier votación manchada por los sobornos, las mentiras y la manipulación ideológica, no nos des descanso en nuestra lucha por recuperar, para Cristo, tu amadísimo Hijo, nuestra paganizada Argentina. Ya llega la recompensa; ya asoma de tu celeste y maternal manto, nuestra definitiva Victoria…
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