Por Stephen P. White
Hay algo apropiado en la fecha de Acción de Gracias. No me refiero a que el cuarto jueves de noviembre tenga algo especial en sí mismo, sino a que invariablemente cae en la última semana del Tiempo Ordinario. De modo que nuestra festividad secular coincide con el cierre del año litúrgico. Esto produce una yuxtaposición interesante, en la que una celebración de la generosidad y las bendiciones de Dios se da en medio de una andanada litúrgica de lecturas sobre el fin del mundo.
Tomemos, por ejemplo, las lecturas de hoy: jueves de la 34ª semana del Tiempo Ordinario. En la primera lectura, unos hombres irrumpen en la casa de Daniel, lo denuncian ante el rey y hacen que lo arrojen al foso de los leones. Sabemos que la historia termina bien para Daniel, pero no para sus acusadores, ni para sus esposas, ni para sus hijos. “Antes de que llegaran al fondo del foso, los leones los atraparon y les trituraron todos los huesos.”
El Evangelio del día está tomado de san Lucas, y es apocalíptico de principio a fin. “Jesús dijo a sus discípulos: ‘Cuando vean a Jerusalén rodeada de ejércitos, sepan que su ruina está cerca’”, y a partir de ahí todo empeora: ¡Ay de las embarazadas!, gente cayendo a filo de espada, siendo pisoteada o muriendo de espanto.
El Señor promete volver en gloria y exhorta a los fieles a mantenerse en pie, pero toda la escena suena terrible, y se percibe claramente que Jesús quiere que suene terrible. Cuando el Hijo de Dios advierte sobre una “gran calamidad”, “juicio iracundo” y “naciones desconcertadas”, es prudente tomarlo en serio.
En Estados Unidos, por supuesto, normalmente escuchamos las lecturas propias del Día de Acción de Gracias, y no las del jueves de la 34ª semana del Tiempo Ordinario, y esas lecturas tienen muchas menos probabilidades de arruinar el apetito antes de que el pavo entre al horno. Las lecturas del Día de Acción de Gracias están centradas en la gratitud por las bendiciones de Dios.
Escuchamos del libro del Eclesiástico cómo el Señor cuida al niño aún en el vientre, y sobre el gozo, la paz y la constante bondad del Señor. Escuchamos de la primera carta de san Pablo a los Corintios cómo Dios derrama su gracia y todos los dones espirituales. En el Evangelio (también de san Lucas), Jesús sana a diez leprosos y solo el samaritano entre ellos vuelve para dar gracias: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado.”
Nada de leones, huesos triturados, calamidades terribles ni juicio iracundo. Solo gracia, sanación y gloria a Dios por las bendiciones recibidas.
Esta yuxtaposición entre estos dos conjuntos de lecturas, tan distintos en tono, podría parecer chocante, incluso contradictoria. Pero los cristianos sabemos que la futilidad de este mundo, que está pasando —tanto en la transitoriedad y corrupción material que experimentamos cada día de nuestras breves vidas, como en el fin tumultuoso, terrible y, sin duda, impresionante que vendrá— de ningún modo anula la bondad de este mundo o de esta vida presente.
Estos son dones extraordinarios, dados por un Dios amoroso, para nuestro uso y disfrute. Él hizo este mundo para nosotros, y nos hizo capaces de gozarlo.
Por supuesto, como raza terca y desagradecida que somos, solemos estropear estos dones. Adoramos el regalo en lugar del Dador. Perdemos de vista el fin adecuado al que están ordenados todos estos maravillosos medios. Acumulamos y desperdiciamos sus dones, lo cual son dos formas de ingratitud.
Incluso, algunos de nosotros nos enseñamos a despreciar sus dones en un intento equivocado de compensar nuestra tendencia al desenfreno. La disciplina en la virtud es algo bueno y necesario para todos, y todo santo es asceta en algún sentido. El mundo puede que nos odie, pero odiar al mundo en respuesta es no entender la gratuidad de su Creador, una afrenta a la magnificencia de la Encarnación.
Sobre este último punto, el Adviento —que siempre sigue tan de cerca al Día de Acción de Gracias— es ante todo una estación en la que nos preparamos para regocijarnos en el gran misterio de la Encarnación, el desmentido definitivo a las antiguas herejías de los gnósticos y los maniqueos. El mundo no solo fue hecho por un Dios que declaró la Creación “muy buena”, sino que fue hecho de tal manera que Él mismo pudo entrar en él. Este mundo puede estar pasando, pero es en este mismo mundo donde nació el Niño de Belén.
Y ese es un pensamiento delicioso, incluso aquí, al final del año litúrgico, entre los árboles desnudos y los días que se acortan.
Como decía, la llegada del Día de Acción de Gracias en estos días apocalípticos es oportuna. Banquetear al fin del mundo puede parecer impío, espiritualmente cercano a tocar el violín mientras Roma arde. Pero dar gracias no debería reservarse solo para tiempos de paz y bonanza. Si todo el mundo ardiera a nuestro alrededor, sería justo y necesario que los cristianos dieran gracias a Dios por todo lo que ha hecho por nosotros.
El mundo está pasando, y podemos estar tranquilos dejándolo ir. Podemos dar gracias a Dios por sus dones, incluso mientras se los ofrecemos de vuelta. La gratitud no es solo para los buenos tiempos, y ya sea que las lecturas de la Misa hablen de condenas y sufrimientos o de bendiciones y consuelos, nuestra respuesta debe ser la misma: “Demos gracias a Dios”.
Les deseo un Día de Acción de Gracias muy bendecido y feliz.

Acerca del autor:
Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en la Universidad Católica de América y miembro del área de Estudios Católicos en el Ethics and Public Policy Center.
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