David Amado Fernández
Jesucristo ha resucitado. En el salmo decimos: «Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo». Se indica así que empieza un tiempo nuevo. Los signos que la Iglesia utiliza en la liturgia quieren subrayar esa novedad del triunfo del Señor sobre la muerte; la liberación del pecado, el don de la vida divina a los hombres, que sigue llegando a nosotros y nos transforma. Con la resurrección, se ha iniciado el tiempo en que podemos vivir en todo momento con Cristo. Con el fuego nuevo, se enciende el cirio pascual y se proclama tres veces que Cristo es la luz que disipa las tinieblas. El sacerdote prende su candela de esa llama y lo mismo los fieles; y, cuando resuena el Exultet, el templo ya está completamente iluminado.
La Pascua es eclosión de alegría, porque Jesucristo ha vencido la muerte y ha resucitado. Igual que el amanecer despierta miles de sonidos en los pájaros, las fuentes, los arroyos y los bosques, los cristianos se van uniendo al canto de la Iglesia porque su Señor ha abandonado el sepulcro y no hay que buscar entre los muertos al que vive para siempre. Dirigiéndose a los recién bautizados en la Pascua, señaló san Agustín:
«Hemos cantado el Aleluya. Aleluya es el cántico nuevo. El hombre nuevo canta el cántico nuevo. Lo hemos cantado nosotros; lo habéis cantado también vosotros, los recién bautizados, los que acabáis de ser renovados por el Señor; también nosotros lo hemos cantado con vosotros, porque hemos sido rescatados al mismo precio».
Los textos evangélicos señalan también un camino en el encuentro con Jesús resucitado. Los discípulos en primer lugar sienten su ausencia. Incluso el cuerpo ha desaparecido y el sepulcro está vacío. María Magdalena llora, Pedro y Juan corren a la tumba, algunos abandonan Jerusalén tristes y desconcertados. Es Jesús quien se hace presente y se da a conocer. Al principio lo confunden con el jardinero, creen ver un fantasma, no aciertan a distinguirlo enseguida. Él les habla, les muestra las heridas y les dice: «Soy yo», come con ellos…
La Magdalena «fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro». Como el día que avanza y va disipando la oscuridad, la certeza de la resurrección se irá afianzando en los apóstoles. Durante los cuarenta días, hasta su ascensión, el Señor los irá fortaleciendo en la fe. A su luz, con el Señor que les irá abriendo el entendimiento para comprender las Escrituras, los hechos cobrarán sentido, al igual que la claridad de la luz desvela las formas y los colores de las cosas.
Expresando su nostalgia de felicidad, Béquer describió así la llegada de la alegría añorada: «Primero es un albor trémulo y vago, / raya de inquieta luz que corta el mar; / luego chispea y crece y se dilata / en ardiente explosión de claridad». La resurrección de Cristo es la razón de nuestra alegría. Ella aporta la claridad a nuestra vida. Podemos tener la tentación de buscar otro sentido a los acontecimientos, pero san Pablo nos recuerda que ahora «nuestra vida está escondida con Cristo en Dios».
En la primera lectura encontramos un resumen de la predicación de la Iglesia. Jesús, el mismo que pasó haciendo el bien y que fue crucificado, ha resucitado. Es una buena noticia para todos pues, en su nombre, se nos perdonan los pecados. Jesús resucitado sigue saliendo al encuentro del hombre a través de la Iglesia y le ofrece el don de la gracia y de la vida con él. El bien que pasó haciendo durante su vida mortal no ha cesado. Ahora el Señor actúa junto con los bautizados. Por ello nuestro testimonio de la resurrección del Señor lo damos mediante las buenas obras. El ejercicio de la caridad difunde la luz de la resurrección.
Cortesía de la revista mensual Magnificat
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