Sábado Santo: el silencio de María

Por Monseñor Jesús Sanz MontesVirgen Maria La Pasión
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Ayer Viernes Santo asistimos a un viernes apasionado con la vía dolorosa y un Calvario, donde estaban, sin censura, todas las etapas de nuestra vida y todos nuestros pecados.

Jesús inclinó su cabeza en gesto de decir el más increíble «amén» a la voluntad de Dios callando. La muerte no tiene palabras, es muda como el abismo que nos abruma. Arranca de nuestros labios los dichos y censura pronto cualquier comentario, como si un mutismo maldito fuera la única cosa que escuchar a la nada. Ayer la tierra quedó en tinieblas, a las tres de la tarde de la hora de nona. Unas tinieblas mortalmente mudas. Como un sepulcro en el que habita el fracaso, la rendición, la derrota sin coartadas.

El silencio elocuente de María

Pero hay un silencio diverso que no es mutismo sin más, sino que paradójicamente se torna elocuencia discreta y reservada. Es el silencio que, caballeroso, deja espacio a la palabra amada. Y solo en ese silencio que por amores calla, puede escucharse una palabra que no sea hablar del tiempo cuando ya no hay tiempo tras la muerte certificada. El Sábado Santo es día de silencio mirando a María Desolada. En su mirada no hay desgarro, en sus pálpitos no laten taquicardias desbocadas, en su semblante destaca el señorío de una dignidad serena y callada. No es el silencio de quien no dice nada, sino el silencio desbordado por las palabras que en el corazón se guardan. Que así fue desde el principio en la historia cristiana de María: «Hágase en mí tu palabra», le dijo al ángel. El hágase con el que Dios mismo dijo todas las cosas creadas en aquella primera mañana.

Silencio que guarda en el corazón agradecido lo que se entiende y lo que nos pasma, silencio que guarda memoria viva de tantas palabras dadas, silencio que espera el cumplimiento de la vida nueva en la alborada. De todos estos silencios, llenó María la esperanza cierta de que, tras el penúltimo vocerío de la muerte, vendría el susurro último de la vida en la mañana. Los discípulos huyeron, se dispersaron, irían al rincón de su escondrijo para ver quién decía algo en medio del dolor espantado y fugitivo. María nos acompaña en medio del silencio asustado que nos envuelve, y con ella creemos que Dios pronunciará una palabra creadora sembrando en el surco de la muerte la semilla de la vida que no acaba.

El silencio de este Sábado Santo es siempre un silencio mariano. María hizo de toda su vida una escucha atenta de lo que Dios decía y lo que él callaba. Para escuchar, ella guardaba silencio, y cuando con silencio él decía sus palabras, entonces ella, aunque no las entendiera, las guardaba en su corazón, como cuando Jesús se perdió en el templo. Todo empezó con nueve meses de silencio cuando en aquel seno como un sagrario hizo de su andadura una procesión de Corpus Christi por doquier. Fue la primera de la historia. Aquella María gestante le prestó a su pequeño todo en aquel momento: su cuerpo inmaculado, su sangre enfervorecida, su cuidado de primeriza y joven mamá de aquel Único Hijo que llevaba en sus entrañas. Hasta los latidos de su corazón marcaban el ritmo del pálpito del pequeño corazón infinito de Dios. Nueve meses de intimidad como solo una madre puede tener con el hijo de sus adentros durante la buenaventura bienaventurada.

La nueva maternidad al pie de la cruz

El hágase del principio, su fiat, se transformó en un permanecer fiel, su stabat, cambiando el escenario del seno virginal por el escenario del Calvario con una cruz a cuyo pie María volverá a engendrar como madre. Fueron de las últimas palabras del Hijo desde el altar de la cruz: «He ahí a tu hijo. He ahí a tu madre». Su maternidad virgen dará de nuevo a luz allí en Gólgota: era la Iglesia naciente que representaba el discípulo Juan. Allí estábamos nosotros en el Calvario, como lo estuvimos en Nazaret. Ella es Madre nuestra porque fue la Madre de Cristo, el primero de cuantos luego vendríamos a la fe. Hay un bello texto del libro de la Sabiduría: 

«Cuando un silencio lo envolvía todo, y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, saltó de tu trono real de los cielos a una tierra condenada al exterminio» (Sab 18,14-15). 

Toda la historia de la salvación pende de esta verdad expresada por el autor sapiencial: un silencio y una noche que han sido vencidos, ganados por una palabra acampada que nos ha traído la luz que no conoce ocaso. Dios ha puesto su tienda en medio de todas nuestras contiendas, salvando cualquiera de nuestros exterminios.

Efectivamente, Dios nos acompaña hablándonos. Dios diluye nuestra soledad poniendo discreto su Palabra entre nosotros y en nosotros mismos, como si fuera un fuego hermano que ilumina y caldea los pasos de nuestra aventura humana y creyente. La Palabra de Dios es fuego, sí. Un fuego que se hace elocuente y luminoso a la vez, un fuego que alumbra sin deslumbrar, que purifica sin destruir. Siempre estaremos en vilo en el trance de esperar y reconocer la palabra para la que nacimos, una palabra que por venir del mismo Dios quiso él acallarla desde siempre para decírmela a mí y decirla conmigo.

Mendigos de la Palabra de Dios 

Siempre seremos mendigos de esa Palabra de Dios que hace las cosas «diciéndolas» («Y dijo Dios… hágase» Gén 1—2). Cada uno de nosotros somos una palabra del Señor dentro de esa gran conversación que es la historia, aunque no pocas veces nos empeñemos en quedar mudos por decirnos demasiado a nosotros mismos y por no escuchar otras palabras hermanas, ni escuchar juntos los hablares de Señor. No obstante, hemos nacido para esa Palabra por antonomasia que es palabra de fuego, llama encendida. Y toda nuestra vida clama de mil modos en la espera de esa especie de acontecimiento en el que finalmente suceda el encuentro con la Palabra por antonomasia. Esta es la Palabra que en el Sábado Santo Dios se nos desliza y susurra en el silencio de María.

Dejemos hablar al Señor que se nos revela o se nos oculta, para acercarnos en cualquier caso su buena noticia. La Palabra de Dios ha sido acogida y custodiada por la Iglesia, celebrada en la liturgia, testimoniada en sus santos, proclamada en los misioneros, explicada por los teólogos, cuidada por el silencio de los místicos y compartida por cada generación como un anuncio salvífico que a buena noticia sabe. Hemos nacido para la escucha de esta Palabra encendida, en cuyo cálido y luminoso hogar se nos invita a vivir con toda la Iglesia el santo evangelio.

La Virgen santa nos muestra en este día, el más mariano del año, a permanecer asombrados y atentos ante esa Palabra. Entre el fiat y el stabat de María, hemos aprendido los creyentes a creer. Sábado Santo para guardar silencio y acoger en el alma, como hizo María, todo lo que Dios nos dice o lo que él nos calla, porque en medio de ese silencio que nos envuelve, siempre habrá una palabra todopoderosa que venga a sembrar en nuestra muerte la semilla inmortal de su vida resucitada.

Cortesía de la revista mensual  Magnificat

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